La sociedad occidental es cada vez más narcisista. Pensamos que ahora todo lo hacemos bien, que lo pasado es siempre rancio. Nos han metido en la cabeza que lo nuevo es virtuoso y lo pretérito nocivo. Se ha sacralizado el cambio y la transformación a pesar de que a veces no sea para bien. Naturalmente, este narcisismo actual no afecta a todo el mundo por igual. Aunque se encuentre muy extendido, tiene una desfachatada incidencia en la clase política y en la llamada «élite» del periodismo.

Nos gustamos tantísimo que despreciamos muchas de las gestas políticas del pasado. Las antojeras de nuestra egolatría social nos conducen a un hiperventilado revisionismo histórico. Algunos se quieren cepillar la Constitución Española, el mayor gran pacto político de concordia nacional de los últimos siglos. Revisamos nombres de calles, sustituimos los valores clásicos del virtuosismo personal, echamos por tierra el trabajo de instituciones centenarias, envilecemos hechos históricos y hasta algunos mamarrachos osan derribar estatuas de personajes que nuestros antepasados consideraron palmariamente insignes.

Vemos estos días en EEUU como algunos delincuentes metidos a justicieros universales tratan indigna e indocumentadamente la efigie de Cristóbal Colon, Cervantes o Fray Junípero Serra. La vanidad y la manifiesta incultura son una combinación absolutamente ruinosa para el progreso social. Mirar al pasado cargado de prejuicios y con las gafas de hoy siempre conduce a una defectuosa interpretación de la historia.  El revisionismo político sesgado, calenturiento y de pose es una enfermedad de nuestra sociedad.

Tenemos que tener muy clara la diferencia entre el revisionismo como corriente hacia el conocimiento frente a un cutre revanchismo cuya finalidad es la manipulación interesada de masas, la tergiversación de la historia para manosear el presente o promocionar la aburridísima cultura de lo políticamente correcto, fuente inagotable de narcisismo, pues induce a ciertas personas a creer que son especiales, sin mérito alguno, tan sólo por pertenecer a un colectivo determinado.

En la mitología griega, la diosa Némesis acabó castigando a Narciso por su exceso de vanagloria, egolatría, engreimiento y pedantería mental. No tengo ninguna duda de que todos esos energúmenos “derribaestatuas”, cargados de vanidad sin autoestima y sufridores de alergia a la lectura, también acabarán convertidos como Narciso en flor de un día.