El panorama judicial de Narcís Serra Serra se vislumbra cada vez más oscuro. El ex vicepresidente del Gobierno de Felipe González habrá de dar cuenta de sus andanzas al frente de Caixa Catalunya, por partida doble.

De un lado, en el próximo juicio por los sueldos y otras prebendas multimillonarias que él aprobó para sus dos principales directivos, Adolf Todó y Jaume Massana. De otro, por una denuncia de la fiscalía sobre una larga lista de irregularidades cometidas por el equipo gestor en la concesión de créditos.

En el caso de las super-pagas, la fiscalía achacó esta semana a Serra dos delitos de administración desleal, por los que le pide cuatro años de prisión. La misma pena solicita para Adolf Todó y para 17 miembros del consejo de administración. Atribuye a otros 24 altos empleados un delito de administración desleal y les reclama dos años de cárcel.

Es de subrayar que las citadas alzas salariales se acordaron en dos consejos celebrados en 2010, cuando la renqueante Catalunya Caixa ya había recibido ayudas públicas por valor de 1.250 millones.

Poco después, se desató el rescate de la institución, que engulló una factura de 12.600 millones. Esta inyección dineraria es, en términos relativos, la de más bulto que nunca se haya dispensado a una entidad crediticia española.

Serra autorizó super-pagas cuando la renqueante Catalunya Caixa ya había recibido ayudas públicas por valor de 1.250 millones. Poco después, se desató el rescate de la institución, que engulló una factura de 12.600 millones

El segundo gatuperio atañe a los generosos préstamos que la caja otorgó a una pléyade de promotores inmobiliarios. Muchos de ellos se libraron sin las imprescindibles garantías y acabaron en el cajón de los fallidos, con un quebranto total de más de 700 millones.

Serra es casi un recién llegado al mundo de las finanzas. En cambio, en política lo fue todo. Desde 1979 hasta 1982, alcalde de Barcelona. Luego, en pleno régimen felipista, 18 años diputado del Congreso durante, otros 9 ministro de Defensa y 4 vicepresidente del Gobierno.

Su carrera se truncó en 1995 por un asunto nauseabundo que le pringó hasta la coronilla. Me refiero a las escuchas ilegales del servicio de espionaje nacional, que dependía de él. Al airearse los detalles, se vio obligado a dimitir. Estos días, las audiciones de marras reaparecen en los medios con profusión, pese a que va transcurrido casi un cuarto de siglo desde que se perpetraron.

El Cesid --predecesor del CNI-- había instalado un dispositivo para grabar en masa las conversaciones telefónicas de los ciudadanos. Cuando se destapó el chanchullo, Serra dio en argüir unas excusas pueriles. "El Cesid se limita a hacer unos barridos aleatorios del espectro radioeléctrico", soltó tan campante. Pero el sistema tenía poco de aleatorio. Captó diálogos del rey Juan Carlos, de los ministros, de los grandes banqueros y de numerosos periodistas poco favorables al Gobierno socialista.

Tras su renuncia, Serra se pasó al sector privado. Movió cielo y tierra para liderar alguna de las grandes firmas del Ibex 35. Tenía en el punto de mira a Repsol y Telefónica, participadas por La Caixa. Una y otra le cerraron la puerta en las narices. Entonces cambió de presa y se lanzó a por La Caixa misma. Tornó a fracasar.

Serra intrigó con denuedo para encaramarse a la cúspide de Caixa Catalunya. El puesto era una bicoca. Sólo presentaba un problemilla: no estaba remunerado y tan sólo devengaba dietas. Serra lo resolvió a los pocos meses: se fijó ante sí y por sí un sueldazo de 175.000 euros anuales

Como premio de consolación, César Alierta le largó un par de mamandurrias menores: sendas vocalías en consejos de sociedades filiales del grupo de telecomunicaciones, donde el trabajo es tan escaso como opípara la gratificación.

Finalmente, Serra intrigó con denuedo para encaramarse a la cúspide de Caixa Catalunya, de la órbita de la Diputación de Barcelona, a su vez feudo del PSC. No lo tuvo fácil. Su ilustre primo Antoni Serra Ramoneda disfrutaba de esa poltrona desde hacía 20 años. Se aferró a ella como una lapa y hubo que desalojarlo por las bravas.

El puesto era una bicoca. No demandaba una dedicación extenuante. Carecía de funciones ejecutivas, reservadas al director general. Sólo presentaba un problemilla: no estaba remunerado y tan sólo devengaba dietas. Serra lo resolvió a los pocos meses: se fijó ante sí y por sí un sueldazo de 175.000 euros anuales.

Ahora, los juzgados van a escudriñar con lupa su labor al frente de la caja. Con 73 años a cuestas y tras una vida entera consagrada a la política, bien puede decirse que don Narcís tiene más conchas que un galápago. Pero de poco le han servido. Del Congreso salió con una dimisión humillante. Y su paso por el mundo de la empresa tal vez se salde, por todas las trazas, con alguna condena de los tribunales.