Esta semana me he leído de un tirón Mendel, el de los libros, un librito que escribió en 1929 Stefan Zweig en el que narra la historia de un excéntrico librero judío llamado Jakob Mendel, quien pasa sus días sentado en la misma mesa del café Gluck, uno de los populares cafés que había por entonces en Viena.

Mendel, en realidad, hacía lo mismo que hacen hoy decenas de jóvenes que no pueden permitirse un coworking o que no quieren/pueden quedarse en casa trabajando: convertir una cafetería en su oficina. Pero Mendel, además de ser un precursor del teletrabajo, me ha llamado la atención porque pasa de todo, especialmente de la política. El mundo, la realidad, para él es lo que sucede en sus libros. Así que, cuando de pronto lo encarcelan por haber enviado cartas a un librero de París, capital de lo que acaba de convertirse en una potencia enemiga de Austria (acaba de estallar la Primera Guerra Mundial), no entiende nada. Tampoco entiende que el comandante, al ver que no tiene papeles, le pregunte con tanta insistencia por su nacionalidad. ¿Su padre había sido austríaco o ruso? Mendel contesta con toda naturalidad que ruso, sin tener ni idea de que Rusia es ahora otra potencia enemiga de Austria.

Me encanta cómo Zweig, en un libro de 57 páginas, expone con tanta claridad la absurdidad de las fronteras y las guerras, del hecho de que nuestra identidad o trayectoria vital dependa de haber nacido en un lugar u otro, de tener tal o cual nacionalidad. ¿No es el azar lo que decide qué pondrá en nuestro pasaporte?

Supongo que cada uno es libre de ver estas cosas como quiera. De esto hablaba el otro día con mi amigo Teo (le he cambiado el nombre), austríaco afincado en Barcelona, también de origen judío, como Zweig, mientras cenábamos raviolis chinos. Hablando de nacionalidades y nacionalismos, le expliqué el caso de otro amigo mío, doctor en Medicina, que, igual que él, no es de aquí, pero habla el catalán casi como un nativo. Sin embargo, se ha visto obligado a tomar un curso intensivo de catalán este trimestre y a aprobar el examen de nivel C2 para poder seguir dando clases en un máster universitario. “Esto es un error, porque aleja el talento de la universidad”, me soltó Teo, que es arquitecto y ha visto casos similares en su ámbito. Para Teo, está claro que “obligar” a alguien a pasar un examen de catalán para ser profesor en la universidad es un obstáculo a la hora de atraer a los mejores cerebros de otras partes de España y del mundo. Lo único que se consigue, según él, es que solo “se queden los de aquí” o, peor, que solo vengan los mediocres, porque los buenos se irán a otra parte donde se lo pongan más fácil. No sé si hay datos para comprobar esto. Lo único que sé es que a mi amigo doctor hacer el curso de catalán le ha supuesto perder horas que podría dedicar a la investigación o el estudio de la medicina. Él ya sabe catalán. ¿Por qué hacerle pasar un examen? Entiendo que al profesorado de fuera se le ofrezcan cursos de catalán gratuitos para que se integren mejor en la ciudad, o para su propio enriquecimiento cultural –de eso trata aprender una lengua nueva—, pero ¿obligar?

Me gustaría saber qué opinión tendría Zweig, un amante de la diversidad de lenguas y culturas que convivían en la Viena de su juventud, de todo esto. He encontrado alguna pista en La Viena de ayer, una conferencia en francés que dio en Europa y Estados Unidos entre 1939 y 1940 antes de publicar El mundo de ayer, su obra más emblemática.

“La vienesa no fue una cultura conquistadora; precisamente por eso se dejaba ganar por cada uno de sus huéspedes”, escribió. “Al contrario, el verdadero genio de esta ciudad fue adaptar, combinar con sentido armónico y crear así nuevos elementos en la cultura europea; ese fue realmente el genio de esta ciudad. Por eso se tenía en Viena siempre la sensación de respirar aire mundano y no estar encerrado en una lengua, una raza, una nación o una idea (...). Ningún extranjero que no entendiera alemán se perdía aquí”.