Si el 21 de febrero de 1848 Karl Marx y Friedrich Engels publicaron en Londres su célebre Manifiesto Comunista, en el que anunciaban que “un nuevo fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, está claro que, más de ciento setenta años después, el fantasma que recorre no solo Europa, sino prácticamente el mundo entero es el del nacionalpopulismo.

Los tiempos han cambiado, evidentemente. Este fantasma nacionalpopulista actual trastoca todos los esquemas políticos tradicionales, porque se trata de una verdadera revolución, de carácter iliberal e identitaria, de regreso a la tribu como oposición a todo cuanto representa la globalización, y también de supresión o limitación de libertades bajo la supuesta cobertura de un ultraliberalismo que no hace más que profundizar las diferencias socioeconómicas en cada pueblo o ciudad, en cada comarca o región, en cada país, en cada continente, en definitiva en todo el mundo. En verdad se trata de una revolución de las derechas, prolongación del predominio ideológico de las tesis neocon. Una revolución autoritaria y regresiva, reaccionaria, aunque se nos ofrezca como una alternativa liberal. Ante un mundo que se ha convertido en algo en constante evolución, y por consiguiente desconcertante e inseguro, el nacionalpopulismo se presenta como el único garante posible de la seguridad. Como sucede con todos los movimientos populistas, a la postre pretende dar respuestas fáciles a problemas muy complejos. La suya es una revolución autoritaria, como sin duda lo era la anunciada por Marx y Engels en 1848, pero ahora es inequívocamente de derechas.

El nacionalpopulismo se dirige en especial a las sufridas clases medias, que se han empobrecido de forma muy notable estos últimos años a causa de la grave crisis económica y financiera mundial. Ofrece seguridad ciudadana, y por tanto incremento del poder represivo del Estado, a cambio, eso sí, de nuevos recortes sociales, incluyendo la privatización de algunos servicios públicos básicos, como sin duda lo son la sanidad, la educación y las pensiones. Todo ello con un rechazo rotundo a la inmigración, considerada como una rémora o incluso una amenaza para la propia tribu.

Frente a esta revolución de las derechas –evidente en España no solo en la derecha extrema de Vox, sino también en gran parte del PP e incluso en algunos sectores de Ciudadanos, pero que está asimismo presente en el relato del movimiento secesionista catalán, en concreto en JxCat–, las izquierdas, y con ellas las fuerzas progresistas en general, se refugian, por extraño que nos pueda parecer, en posiciones conservadoras. Defienden el respeto estricto al estado social y democrático de derecho, que en Europa sigue teniendo sus bases en el estado del bienestar y en una moral cívica liberal, y rechazan toda clase de aventuras políticas que puedan llevar a la ruptura del consenso social básico. De ahí también su oposición radical a cualquier intento de regreso a la tribu, de reivindicación de falsas identidades individuales y colectivas únicas, y por extensión a cualquier forma de nacionalismo. Este es, ahora, el gran reto al que se enfrentan las fuerzas políticas y sociales progresistas y de izquierdas.

La revolución de las derechas, tanto en Cataluña y en el conjunto de España como en el mundo entero, adopta posiciones nada conservadoras en una cuestión tan trascendental como sin duda es la de la lucha contra el cambio climático. Los nacionalpopulistas, esto es las derechas iliberales, autoritarias y neocon, van desde posiciones simplemente negacionistas del calentamiento global hasta propuestas supuestamente ecologistas que no se plantean con un mínimo de rigor científico este desafío enorme, en el que está en juego, a medio e incluso a corto plazo, la pura y simple posibilidad de vida humana en nuestro planeta.

¿Revolucionarios de derechas y conservadores de izquierdas? Pues muy bien puede ser que sí.