Llevo toda la semana escuchando en bucle el concierto nº21 para piano y orquesta de Mozart. La culpa es de mi padre, que cada vez que pone el canal Mezzo en televisión y ando por allí cerca, me llama para que me siente a su lado y escuche lo que está viendo. En muchas ocasiones se trata de alguna ópera y me da un poco de pereza (sí, soy una cateta musical), pero el otro día le obedecí sin rechistar. Me despertó curiosidad el jovencísimo director de orquestra que aparecía en pantalla, un finlandés de rostro infantil y gafas de pasta llamado Klaus Mäkelä, de 24 años. Por otro lado, la melodía del piano me resultaba familiar, como si la hubiera intentado tocar en su día en mis clases de piano extraescolares (de las que fui amablemente invitada a desapuntarme, dadas mi escasas habilidades musicales).

Mi padre me hizo esperar hasta que sonó el segundo movimiento, el más famoso de toda la pieza, y me quedé ensimismada escuchando el precioso diálogo que se establece entre la orquestra y el piano: mi mente voló a mis recuerdos infantiles mientras mi hijo se quedaba frito en brazos de su abuelo. Desde entonces, escucho el concierto 21 unas dos o tres veces al día.

Los expertos aseguran que escuchar en bucle una canción es una forma de hacernos sentir de una manera concreta o de recordar momentos del pasado. “La música es una de las formas de crear nuestra identidad personal”, explica Kenneth Aigen, director del programa de terapia musical en la Universidad de Nueva York, en un artículo publicado en The Huffington Post.  Según Aigen, la letra o el ritmo de una canción pueden ser una forma de incorporar nuevos sentimientos y actitudes que mejoren nuestro sentido de identidad. Otros expertos apuntan a la carga sentimental de la canción, que nos hace recordar épocas o momentos vividos.

Esta primavera, por ejemplo, me dio por escuchar en bucle La Lambada, el gran hit de finales de los 80. Deduzco que estaba reconectando con la niña de 10 u 11 años que le gustaba bailar y era feliz cuando se colaba en la discoteca del hotel donde nos alojábamos para ir a esquiar. Durante el confinamiento también me dio por escuchar sin parar Kokomo, una canción de los Beach Boys que cuando la bailo en bata y pijama me hace sentir la mujer más sexy del mundo; y I Follow Rivers, un hit de la música Pop que yo asocio a la película La Vie d’Adele, que me encantó.

En otoño, un poco más liberada de tanto confinamiento y aislamiento social, me dio por escuchar en bucle Tus Ojos me recuerdan, un poema de Antonio Machado interpretado por Paco Ibáñez. Descubrí esta maravilla después de que uno de mis amores no correspondidos la compartiese en su muro de Facebook, así que supongo que cuando la escucho una y otra vez estoy reconectando con mi deseo de estar con él.

Durante las últimas semanas me había dado otra vez por escuchar en bucle La Lambada. Resulta que el ritmo brasileño es capaz de calmar a mi bebé cuando se pone a llorar como un histérico, pero, por suerte, Mozart también le gusta. Y Bob Marley. Y los villancicos:  “Virolet Sant Pere, Virolet Sant Pau, la caputxa us queia, la caputxa us cau…”, me he sorprendido cantándole estos días.

Mi padre asegura que se acuerda del día que me vino a recoger a la escuela y me subí al coche canturreando esta canción de Navidad. Debía tener unos 7 u 8 años, cuando todavía tenía capacidad para memorizar la letra de poemas y canciones. Lo que más me gustaba del mundo era subirme a una silla del comedor el día de Navidad y tratar de impresionar a mi abuela paterna, l’àvia, con la canción que hubiera aprendido ese año. L’àvia se las sabía todas de memoria y, mientras yo cantaba, ella me miraba divertida, hundiendo su barquillo en la copa de cava y canturreando por lo bajo para acompañarme: “Les gallines van pujant, juntes van i el gall cantant. Van ballant el minuet, que el xiquet molt se n’alegra, van ballant el minuet, molt se n’alegra el xiquet…”.  El año que canté este villancico fue el mejor, porque sólo nos lo sabíamos ella y yo.