Poco a poco nos vamos desperezando de las restricciones impuestas por los diferentes gobiernos para contener la expansión de la pandemia y, también, para darse un gustazo autoritario. No tenemos ni idea de cómo será el invierno, pero todo parece volver a la normalidad, al menos de momento. Sin embargo, aunque los bares y restaurantes que no han quebrado ya estén abiertos, aunque cada vez llevemos menos la mascarilla, la vida dista de ser normal.

Se han perdido muchísimos puestos de trabajo, otros están hibernando, el Estado se ha sobrendeudado y el comercio mundial va a cámara lenta. Si necesitamos un cambio nuevo para la bicicleta, nos compramos un coche, queremos volar o en Inglaterra quieren repostar gasolina, todo es más difícil y lento. El mundo antes del parón de la primavera de 2020 estaba superconectado y ahora cuesta volver a coger la velocidad anterior. Todo el mundo tiene miedo y se es más que precavido. Contener las pérdidas sigue siendo más importante que intentar ganar dinero a través de la normalización de la actividad.

Los aeropuertos siguen siendo incómodos e inhóspitos, con muchas tiendas cerradas, con accesos limitados y con barreras por doquier. Es inconcebible como todavía no se pueden usar los ascensores de los párkings de Aena para evitar la libre circulación de pasajeros por los aeropuertos o como el acceso está limitado solo a los viajeros. Las líneas aéreas siguen sin aumentar sus rutas, lo que sube la ocupación media de los aviones, pero, simultáneamente, se envía a las tripulaciones a sus casas. ¿No volamos porque no queremos o no volamos porque no podemos? La prioridad es la eficiencia gastando menos, dejando al cliente relegado, algo cuestionable si lo realizan empresas privadas, pero totalmente injustificable si detrás está el Estado, como es el caso de Aena.

Las cadenas de suministro globales están atascadas. Hay muchas fábricas en China que no han arrancado o si lo han hecho es sobre todo para el mercado interior. Los barcos viajan a reventar, pero hay menos barcos. Faltan componentes, faltan materias primas. La escasez de chips es un arcano que aunque se intenta explicar razonablemente, hay muchas incoherencias y se generan dudas más que razonables, sobre todo cuando los beneficios caen mucho menos que los ingresos.

La movilidad de los ciudadanos está reducida, bien porque hay menos capacidad para moverse, bien porque todo son trabas. Los viajeros han vuelto al tren, pero hay menos trenes que antes. Y lo que ocurre en Reino Unido es paradigmático. Faltan trabajadores extranjeros para hacer muchas cosas, entre otras conducir camiones. Se acaba la gasolina en los surtidores no porque no la haya en el país, sino porque no hay camioneros suficientes. Lo mismo ocurre con la comida. A la imprevisión de un Brexit gestionado desde las emociones se unen las barreras en frontera contra el Covid.

No cabe duda de que el mundo va a cámara lenta, o cuando menos a menos revoluciones que en primavera de 2020, pero poca gente se queja, tal vez porque ahora las grandes corporaciones están siendo más eficientes. Se venden menos coches, pero no hay inventarios ni son necesarias las automatriculaciones. Vuelan menos aviones, pero también hay mucho menos personal en los aeropuertos y en las aerolíneas. Hay escasez de componentes, pero no son necesarios los descuentos porque no hay sobrestoc. Estamos entrando en un círculo vicioso donde la eficiencia se logra reduciendo puestos de trabajo y empeorando la calidad de servicio. Nos hemos acostumbrado al desorden, a la suciedad y a lo cutre. Estamos endeudados, pero no hacemos lo suficiente para que la economía despierte. ¿Por qué?