En el Código Civil español de 1889, la mujer no podía abandonar el domicilio de sus padres hasta cumplir los veinticinco años, salvo que fuese para casarse, ingresar en una orden religiosa o cuando uno de sus progenitores hubiese contraído nuevas nupcias. Una vez casada, la capacidad jurídica de las mujeres se equiparaba a la de los menores de edad, los dementes y los sordomudos analfabetos. El marido debía proteger a su mujer y ésta obedecer al marido. En definitiva, era el hombre el que se ocupaba de trabajar fuera de casa y la mujer, a trajinar en el hogar. Cazadores y recolectoras. Las sucesivas reformas fueron cambiando este panorama, especialmente a partir de 1975 y con la Constitución de 1978.

El pasado 8 de marzo se celebraba el Día Internacional de la Mujer. Todos los medios de comunicación se hicieron eco del clamor por la igualdad en el planeta. Todavía hay muchas metas por alcanzar; entre ellas, la brecha salarial de género, sigue siendo enorme. En Europa, la diferencia entre la remuneración de hombres y mujeres en el ámbito laboral es de un 18% de media y España ocupa un lamentable 6º puesto en esta vergonzosa lista. Las mujeres siguen ganando menos dinero por el mismo trabajo teniendo la misma titulación que los hombres. Y no son estadísticas, sino realidades. Salvo en la Administración Pública, donde el trato es igualitario, en la empresa privada sigue la discriminación. Pero poco a poco se va cerrando esa brecha, pienso; una se muestra optimista. Llegará el día en que todo esto sea una anécdota, me digo, convencida.

Los discursos, las buenas palabras, los gestos, son humo si se sigue repitiendo el discurso atávico que creíamos superado

Hasta que en un noticiario veo a un diputado en el pleno de la Eurocámara, el polaco Janusz Korwin-Mikke, líder de Congreso de Nueva Derecha, que ataviado con una americana azul marino y pajarita granate vocifera: "¿Sabe usted cuántas mujeres hay entre los primeros cien jugadores de ajedrez? Se lo voy a decir: ninguna. Por supuesto, las mujeres deben ganar menos que los hombres porque son más débiles, más pequeñas, menos inteligentes". La diputada española Iratxe García le responde con contundencia, aunque no parece hacerle mella. Pero lo peor de todo es que al individuo, que recordemos, cobra un buen sueldo que le permite decir esas sandeces con impunidad amparado en su condición de parlamentario, se le ha sancionado solo con una multa equivalente a las dietas de treinta días y una suspensión temporal por diez días, lo que provoca que mi mandíbula inferior caiga por el asombro y más cuando me entero que el interfecto ya ha sido sancionado dos veces, una por comentarios racistas y otra por hacer el saludo nazi durante su intervención. El sujeto es conocido por soltar perlas tales como que las mujeres saben menos de política, por hablar de los inmigrantes como de "basura humana", o cuestionar que Hitler supiera los planes para exterminar a los judíos. Y ahí siguen, inamovibles, él y su pajarita.

Mi optimismo baja unos grados hasta casi congelarse, la hipocresía de las instituciones sí que es real. Los discursos, las buenas palabras, los gestos, son humo si se sigue repitiendo el discurso atávico que creíamos superado. Todo vuelve, dicen. Será que nunca se ha ido.