Los sucesos del 1-O fueron retransmitidos en directo y comentados al mismo tiempo por tertulianos de La Sexta y TV3, algunos con el don de la bilocación. Una de las expresiones más asombrosas fue la expelida por Toni Soler, historiador, gran animador y accionista subvencionado de medios nacionalistas y recordado por participar en la conspiración pija, celebrada con gintocnics de a 20 euros --quizá también subvencionados-- junto al proletario Antonio Baños y al podemita Jaume Asens. Pues bien, en una de sus intervenciones vespertinas ante los prohombres Benach y Rigol y la prodona Gispert, afirmó que las cargas policiales eran propias de "una colla de psicópatas". Nadie le comentó nada, al contrario fue común el asentimiento y la insistencia en que España o el Estado español era autoritario y violento. Pongo a la comunidad internacional por testigo, clamaban. Y por supuesto paseaban el conocido "qué se puede esperar de un Estado franquista".

La actuación policial de unos y otros no me produjo el mismo impacto historicista que el referido por Soler. En el franquismo se daban palizas y ni mucho menos tenían tantas contemplaciones antes de cargar, por no hablar de cómo se vivía el Estado de excepción. ¿Qué franquismo ha conocido esta élite de salón? Por el contrario, los sucesos del 1-O me trajeron a la memoria similitudes entre la actitud vergonzosa y cómplice de los Mossos con las élites del procés y los líderes locales y la de los bandoleros de siglos atrás.

Los sucesos del 1-O me trajeron a la memoria similitudes entre la actitud vergonzosa y cómplice de los Mossos con las élites del procés y los líderes locales y la de los bandoleros de siglos atrás

En la memoria hispánica, cuando se habla de bandoleros se suele citar algún andaluz --sea el Tempranillo o el televisivo Curro Jiménez--, sin embargo, si hubo un territorio donde el bandolerismo campó a sus anchas, ese fue el catalán, sobre todo desde el siglo XV al XVII. El bandolero y su cuadrilla no fueron un producto de la miseria sino más bien un fenómeno parasitario de una sociedad en proceso de enriquecimiento, y se extendió por toda la geografía catalana, fuera montaña o llano. Los historiadores ya no dudan en afirmar que en el fenómeno bandolero estuvo implicada la nobleza feudal y buena parte de la clase dirigente urbana.

Cuando Francesco Guicciardini viajó por Cataluña en 1512, contó que desde Perpiñán a Barcelona, y más allá, todos eran lugares de peligro. Para este embajador florentino, la razón de ese desorden radicaba en el hecho de que muchos caballeros catalanes --incluidos ministros de la Real Audiencia-- estaban enemistados entre ellos y utilizaban mercenarios a su servicio. No es ningún mito que, en ocasiones, contaban con la colaboración del pueblo --curas incluidos-, que les avisaban si los soldados del virrey se acercaban y podían detenerlos. Esta colaboración no era patriota y desinteresada, sino que estaba remunerada según el valor de lo robado o saqueado, como sucedía en los asaltos a las caravanas de plata que iban camino de Génova para pagar la deuda de la monarquía.

En Cataluña, como ya demostrase Xavier Torres, además de la alta nobleza también las clases medias estuvieron vinculadas con el fenómeno bandolero. El resultado fue un magma sociológico en el que prevalecían más las fidelidades verticales que las solidaridades horizontales o la lucha de clases. Como explicó James Casey para el caso valenciano, los bandoleros fueron un ejército privado de toda una mafia de potentados locales. Casos como el de Perot Rocaguinarda resumen muy bien la trayectoria de estos mercenarios: después de que en 1608 la Real Audiencia de Barcelona lo declarase enemigo de Cataluña, recibió el indulto del rey en 1611 a cambio de incorporarse como oficial de los tercios españoles destinados en Nápoles. La historia ofrece ejemplos y hasta soluciones, quizás algunos mossos harían mejor su trabajo en Líbano que al servicio de élites que delinquen y de centenares de fanáticos que claman por su hacienda y su patria, la única como afirmó Joan Rigol.