Jonathan Haidt en su libro The righteous mind (en español: La mente de los justos: Por qué la política y la religión divide a la gente sensata, 2019) intentó explicar por qué en los países democráticos casi la mitad de la ciudadanía tiene planteamientos morales, ideológicos religiosos y políticos diferentes y se le aplica la clasificación de derecha e izquierda. Pero advirtió que se utilizan estereotipos que no siempre se corresponden con la realidad ya que los conceptos que utilizamos significan cosas diferentes según quién las use. Parece un contrasentido, por ejemplo, que parte de la clase obrera de EEUU vote a Trump y no lo haga por los progresistas demócratas. Y así, términos como justicia, igualdad o libertad se interpreten de maneras diferentes. Haidt señala que primero admitimos nuestras ideas intuitiva y emocionalmente para después envolverlas en la racionalidad. En este sentido lo que sentimos y pensamos nos da fundamentos para unirnos a otros semejantes y formar comunidades en compartimentos estancos; haciendo trascender lo individual a lo colectivo como suelen hacerlo los movimientos nacionalistas. Todo ello ha conducido en los últimos tiempos a un mayor agravamiento de los fundamentalismos religiosos y al enfrentamiento radical de las organizaciones políticas. Existe como una incapacidad de entender al otro, de no dejar que el oponente pueda convencernos de alguno de sus argumentos, o al menos darles oportunidad de que puedan ser reflexionados. Y al final predomina el ruido de unos y otros.

Algo de esto está ocurriendo con el debate que se viene suscitando sobre monarquía o república en España. Un debate que puede parecer innecesario para un tiempo en que este país ha venido manteniendo unos niveles de convivencia democrática como no había tenido nunca desde que se inició el liberalismo con la Constitución de 1812. Desde entonces los avatares de la historia contemporánea española han transcurrido en múltiples intentos de consolidar un sistema político estable, en una sociedad con múltiples fracturas sociales y económicas. Guerras civiles, cambios de dinastías, proclamación de dos Repúblicas, profundas diferencias sociales y económicas, altos índices de analfabetismo, clientelismo, agiotismo, pérdida de colonias, irrupción de nacionalismos periféricos, golpes militares, escasa presencia internacional, emigración del campo a las ciudades y a otros países europeos y latinoamericanos, escasas coberturas sociales… Y además una larga dictadura que impidió las libertades, practicó una represión permanente y solo acabó cuando el dictador murió.

La Transición tuvo sus déficits y aciertos con un rey elegido por Franco, de la rama borbónica clásica, pero que no impidió el establecimiento de una Constitución. Ayudó al desmantelamiento del franquismo y contribuyó a equipar a España con las democracias europeas salidas de la II Guerra Mundial. Ahora descubrimos que Juan Carlos I practicaba el agiotismo y recibía comisiones no declaradas y depositadas en bancos suizos por las gestiones que realizaba para que empresas españolas adquirieran concesiones. Mala conducta que debe ser denunciada y, en su caso, juzgada si hay vía legal para ello, o promover cambios constitucionales que permitan su reprobación, si existen delitos. Pero, ¿qué tiene que ver esa conducta con la institución monárquica? ¿Acaso no existen casos de corrupción de presidentes o jefes de gobiernos de repúblicas y no por ello se pone en cuestión el sistema republicano?

Si nos atenemos a la pura abstracción del pensamiento político podemos destacar las contradicciones de la monarquía por ser una representación no elegida por los ciudadanos y tener un carácter vitalicio y hereditario que la hace diferente del resto de los ciudadanos. ¿Y eso es realmente un problema cuando existen monarquías democráticas en Europa que permiten las máximas libertades, y los ciudadanos de izquierdas y derechas las aceptan con normalidad como una manera de estabilidad política?

Me parece una polémica bizantina para los problemas que nos acechan. La monarquía actual puede servir a España después de nuestra convulsa historia contemporánea porque nada garantiza que la República no genere peores problemas y situaciones. La neutralidad política, el respeto a lo que decidan libremente los ciudadanos y el escrupuloso comportamiento que corresponde al papel que al Rey o Reina le reconoce la Constitución, deben ser sus signos de identidad. Hasta ahora Felipe VI viene cumpliendo con acierto su cometido, y el PSOE debe salir públicamente en su defensa. La monarquía es un símbolo como la catedral de Burgos a la que nadie se le ocurre derrumbar, y además tenemos la enseñanza de la historia: siempre que tiramos a un Borbón acaban volviendo después de periodos de enfrentamientos políticos.