Hay quien sostiene que un ejercicio responsable del poder hace a los políticos, que provienen del activismo, más pacientes y dialogantes, los aleja de planteamientos numantinos y les inocula flexibilidad ante la toma de decisiones. Algunos cambian más ellos mismos que la situación que pretendían cambiar. De asaltar los cielos a gestionar el purgatorio, a veces, solo hay un paso. Que se lo pregunten si no a Pablo Iglesias o a Yolanda Díaz, o a Pisarello, o a Ada Colau, que de demonizar el Mobile World Congress ha pasado a un elocuente: “Bienvenido, Mr. Hoffman”. El peso de la púrpura acompaña a la humanidad desde los tiempos de la antigua Roma. Nada nuevo en la trastienda de la política de lo posible. ¿Recuerdan ustedes a los Verdes que hace unos años emergieron con fuerza en muchos países europeos? Pues bien, los herederos de aquellos radicales de antaño ahora comparten responsabilidades de gobierno en muchas instituciones. Es evidente que los ecologistas del siglo XXI no son como los de los años 70; los de hoy –caso alemán sin ir más lejos— no tienen inconveniente en pactar indistintamente con las derechas o las izquierdas; prefieren la remodelación del sistema antes que su impugnación.

Participar en la gobernación de un estado, una comunidad autónoma o un ayuntamiento exige grandes dosis de pragmatismo y sentido común. Quizás por ello es de agradecer que la alcaldesa de Barcelona y el presidente de Foment, Josep Sánchez Llibre, hayan acordado tratar los temas que les separan en comisiones bilaterales. Ambos saben que en cuestiones de urbanismo, turismo, vivienda y movilidad las posiciones están muy alejadas, y que va a resultar difícil llegar a acuerdos. Seguro que sí, pero tras la apertura de un diálogo franco siempre suele haber una mínima dosis de pragmatismo capaz de arrinconar rigideces ideológicas. Los concejales barceloneses Eloi Badia y Janet Sanz saben cómo se conjuga el verbo envainar cuando la ciudadanía da la espalda a la Administración. Topamos de nuevo con el peso de la púrpura que obliga al mandatario de turno a adoptar medidas responsables aunque le sean incómodas.

Pienso ahora en Pere Aragonès. Un político que, amamantado en las ubres de la juventudes de ERC bajo la cantinela del Espanya ens roba, hoy da apoyo presupuestario al Gobierno de Pedro Sánchez e intenta negociar un acuerdo político de envergadura para Cataluña. Sí, ya sé que el presidente de la Generalitat, en competencia con el fugado de Waterloo, no desaprovecha la ocasión para recitar en público los mantras del secesionismo. También soy consciente de que fustiga a la monarquía en Navidades ante la tumba de Francesc Macià. ¿Y qué? Hace más de cien años que el nacionalismo catalán echa mano de liturgias, desfiles de antorchas, homenajes y performances. Lo relevante no es el espectáculo para los fieles, sino el beneficio que podemos obtener los gentiles que pagamos impuestos y no alardeamos de banderas y religión. Tiene razón Salvador Illa cuando, desde la tribuna del Parlament, critica la debilidad, las contradicciones y la desorientación del Ejecutivo que preside Pere Aragonès; creo que también acierta cuando da tiempo al tiempo para comprobar si el peso de la púrpura logra convertir a los predicadores del expolio en políticos útiles y responsables. Habrá que aguardar el advenimiento del milagro de la púrpura.