Ya ocurrió cuando, en mitad de la crisis migratoria de principios de 2017, el Govern de la Generalitat, encabezado entonces por Puigdemont, quiso capitalizar con su presencia el mensaje de solidaridad con refugiados y migrantes que enarboló el concierto celebrado en el Palau Sant Jordi y en el que el Jordi Évole ofició de maestro de ceremonias. En aquella ocasión, Évole afeó a las autoridades presentes en el acto que imputaran a una supuesta falta de competencias autonómicas su pasividad ante el drama humano que motivaba el asunto, pues tiempo le había faltado previamente a la dirigencia separatista para imputar a "Madrid" su propio desentendimiento del problema.

En prueba de su voluntad de acogimiento, Puigdemont había ofrecido por carta a la Unión Europea acomodar en Cataluña a 4.500 refugiados. Dijo 4.500, como podía haber dicho 5.400, pues el objetivo espurio de aquella carta no era otro que impostar publicitariamente en el exterior su falsa condición de primer ministro de un Estado inexistente. Así se las gastaba por entonces el hoy fugado de la justicia. Ante tan poco edificante espectáculo, al final se supo que si bien la Generalitat no tenía propiamente competencias para conceder a nadie el estatuto de refugiado, resultaba que, en el ámbito de lo que sí era de su competencia, únicamente había introducido en el Sistema Nacional de Acogida e Integración (desde donde se coordina en España la atención a los refugiados) "dos recursos habitacionales" con una capacidad para acoger a 301 personas, de las que sólo había realmente operativas 125 plazas, siendo así que aquellos eximios recursos habían en realidad sido gestionados por entidades subvencionadas por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social, es decir, por “Madrid”.

Ahora resurge aquel entusiasmo, aquel “volem acollir”, esta vez de la mano de Torra como president. De nuevo el interés por figurar en la primera fila de la foto acogiendo migrantes irregulares, lo que no sólo apunta a un acto propagandístico tendente a blanquear las explícitas simpatías del separatismo catalán con la Lega Nord encabezada por Salvini (movimientos ambos innegablemente imbuidos de impulsos racistas y xenófobos), sino que es además un acto interesantísimo de expiación colectiva de la culpa. El supremacismo, la discriminación y la proyectada exclusión de sus propios vecinos (ese “vuélvete a Cádiz” dirigido a la ganadora de las elecciones catalanas es el mejor ejemplo), se redime con la supuesta voluntad de inclusión y acogimiento de quienes --lo saben perfectamente-- están tan desdichada y remotamente lejos de convertirse en ciudadanos de pleno derecho, que jamás podrán amenazar su proyecto de sociedad uniforme, graníticamente compactada en "un sol poble" con una sola lengua. Así, ante el migrante irregular, que difícilmente podrá valerse por sí mismo para entender siquiera --ya no digamos cuestionar-- el nacionalismo, se explicita la voluntad institucional de su acogimiento; por contra, frente al charnego, dotado de sus plenos derechos de ciudadanía, con potencialidad por tanto para amenazar la hegemonía nacionalista, se explicita la voluntad institucional de su exclusión y discriminación: se le trata y califica de “colono” aunque haya nacido en Cataluña, y se proscribe su lengua en la vida pública aunque sea socialmente mayoritaria.

Viendo los referentes “intelectuales” del president en el parafascismo catalanista de los años 30 del pasado siglo, casi se diría que estamos ante una conducta social patológica, digna de estudio por psicología social. Un proceder que en su forma de discurrir recuerda y evoca al desmesurado amor por los animales que exhibía la cosmovisión nacional-socialista, cuyo odio criminal precisaba psico-socialmente de un contrapeso, de una compensación; la exhibición de algo bondadoso o compasivo pero inocuo para su plan inhumano, como por ejemplo reconocer derechos a un animal.