Si algo ha cambiado la pandemia es que ahora vivimos con miedo. Los gobiernos gestionaron muy bien la información en marzo de 2020 y los medios de comunicación cumplieron su misión. Atemorizaron a la población y aceptamos sin rechistar todas las medidas que nos impusieron. Y probablemente hicieron bien. Había muchos muertos, los hospitales estaban colapsados y la gente tenía que quedarse en casa. Nada que objetar.

Pero de marzo de 2020 a hoy han pasado casi dos años y medio y el miedo sigue entre nosotros. Tuvimos miedo a un virus durante demasiado tiempo, incluso cuando el virus se ha ido debilitando y, además, ya tenemos una vacuna. Pero ese miedo original, justificado aunque demasiado prolongado en el tiempo, dio paso a otros miedos, cada vez menos justificados.

Nos aterrorizó la invasión de Ucrania, pensamos que entrábamos en la tercera guerra mundial. Esta guerra sí nos importa, no las más de 50 restantes que siguen su curso en el mundo, probablemente porque en la mayoría de ellas las víctimas no son rubias. El pánico nos invadió por una enfermedad rara, la viruela del mono que de momento ha causado cinco, cinco víctimas mortales en todo el mundo. La malaria mata a más de 600.000 personas, la diarrea a un cuarto de millón… pero como casi todos son pobres, la OMS puede estar tranquila. Estamos atenazados porque hace calor en verano, pero nos preocupan las tormentas ya que nos dicen que serán torrenciales. Temblamos al pensar en la creciente inflación y aunque creceremos un 4% en 2022, de momento más del 6% interanual, ya estamos pensando en la recesión que vendrá en otoño, todo ello aderezado por la subida de tipos de interés. Miedo, miedo, que no falte el miedo.

El miedo es parte de nuestro instinto de supervivencia. Gracias a él las glándulas suprarrenales segregan adrenalina que acelera nuestro ritmo cardiaco y nos pone a la defensiva. Dicen que los perros huelen el miedo, en realidad huelen nuestras hormonas. Porque tenemos miedo no hacemos, en general, locuras que pongan en riesgo nuestra vida. Solo cuando nuestros sentidos se nublan nos atrevemos a tirarnos desde un balcón a una piscina. El miedo, en general, nos protege y no es malo, solo lo es cuando nos atenaza. Y ahora somos presa de un miedo atenazante generado muy probablemente por una conjura de necios más que por una conspiración de poderosos.

Tememos que no habrá gas en invierno, pero no hacemos nada para llenar las reservas a tope. Todavía sigue sin abrirse la regasificadora del Musel, acabada hace 10 años. ¿A qué esperamos? ¿Para cuándo la ampliación del gasoducto con Francia? ¿Por qué no hay un plan para llenar de placas solares todos los tejados de edificios públicos? ¿Qué vamos a hacer con nuestras centrales nucleares? ¿Cerrarlas? ¿Qué planes de autogeneración tiene Adif, siendo Renfe el primer consumidor de electricidad de España? ¿No vamos a sembrar más grano del habitual si Ucrania no puede hacerlo? ¿No vamos a relocalizar industrias a Europa, y a España, si las cadenas de suministro globales tienen problemas serios? Estamos bloqueados por el miedo y así no solucionaremos nada. Se pueden hacer muchísimas cosas más que esperar a que caiga el chaparrón y dar ayudas, subvenciones y paguitas. El futuro no tiene por qué ser tan negro si trabajamos desde ya. Parecemos un conejo en la carretera que se queda bloqueado mirando los faros del coche que se le echa encima

Al menos el miedo no nos ha impedido ir de vacaciones. Todo está lleno, aunque tampoco es concebible que falte personal de tierra en los aeropuertos, camareros en los restaurantes y personal en los hoteles. Todavía hoy no están todos los hoteles abiertos en Barcelona. Tenemos lo que nos merecemos.

De igual modo que por fin nadie entiende por qué hay que llevar mascarilla en el transporte público ojalá entendamos que el futuro lo construimos entre todos y el peor escenario se puede evitar. Hagamos algo además de tener miedo.