Cuando un prohombre se descubre un delincuente presunto suelen aparecer las dudas sobre la consideración que debe tener el resto de sus buenas obras, si es que las hubo. Es el caso de los señores Millet y Montull, desde ayer sentados finalmente en el banco de los acusados por el robo masivo de dinero del Palau de la Música, pero también gestores reconocidos de la transformación de la institución cultural. Una situación parecida a la creada por Jordi Pujol al declararse infractor fiscal por su cuenta corriente andorrana, cómo afecta esta condición de delincuente fiscal pendiente de juicio o su hipotética condena a la indiscutible obra de gobierno. ¿Hay que asumirla, negarla o ignorarla?

La polémica es todo un clásico, concretada en un interrogante que hizo cierta fortuna en su momento: ¿la obra hidráulica de Franco debe ser condenada por el hecho incontestable de ser el general un dictador? Cuarenta años después de la muerte por causas naturales del Generalísimo, el Ayuntamiento de Barcelona ha considerado una prioridad la eliminación de las placas del Ministerio de la Vivienda franquista presentes todavía en muchos inmuebles construidos con las ayudas públicas en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Lógicamente, no se derribarán los pisos ni los miles de casas unifamiliares que en su momento también lucieron la placa con las flechas falangistas como una obligación inherente a la subvención recibida; es una condena simbólica. Menos simbólico fue el castigo infligido a Josep Pla al negársele sistemáticamente el Premi de les Lletres Catalanes por su simpatía con el régimen franquista que, según se creyó, afectaría a la calidad de su obra literaria.

En los próximos meses y años, la calidad moral del país será puesta a prueba, más allá de sentimentalismos y postureos. El consenso no será fácil

Salvando las distancias evidentes entre Franco y los Millet, Montull, Pujol y otros tantos que están camino del banco de los acusados por corrupción, evasión de impuestos y capitales, organización de selectas mafias familiares o políticas, se intuye que pronto la sociedad catalana, además de enterrar el concepto de oasis catalán, tendrá un auténtico problema social: cómo tratar las historias personales de los delincuentes/benefactores. ¿Habrá de aplicarse un criterio diferenciado para los provenientes de la política y para los hombres de negocios? ¿Habrá un estatus especial para los que puedan alegar el todo por la patria diferente a los que solo puedan esgrimir un todo por el bolsillo?

En los próximos meses y años, la calidad moral del país será puesta a prueba, más allá de sentimentalismos y postureos. El consenso no será fácil, sólo hay que tener presente el caso de Juan Antonio Samaranch, que pasó de vestir la camisa azul a ostentar los aros olímpicos y la presidencia de La Caixa sin conflicto aparente, pero perseguido por las sospechas de todo tipo. La división de opiniones en el momento de los reconocimientos póstumos a su legado es toda una lección de la existencia de diferentes varas de medir.