Nadie ha hecho más para establecer el procés como una gran mentira política que los abogados defensores de los acusados de dirigir dicho proceso. Entendámonos, el independentismo existe en las instituciones, en la calle y en las urnas, lo que no existe es una dirección política del fenómeno que merezca el nombre de tal, porque quienes se otorgaron durante años dicho título han permitido que sus abogados defendieran su inocencia a partir de un alegato de impostura sobre el famosos plan de la independencia unilateral, exprés y de la ley a la ley.

Digan lo que digan ellos, afirmó Xavier Melero, no hubo nada de cierto en la proclamación de la independencia. Son unos mentirosos, vino a decir sin decirlo, pero no culpables de rebelión ni de nada que se le parezca como les imputa la Fiscalía y la Abogacía del Estado. Todos los abogados se esforzaron, finalmente, en subrayar que no hubo tal república, tan solo un ejercicio de la desobediencia cuyo objetivo no queda muy claro, dado que no era para instaurar un nuevo Estado. ¿Para qué desobedecieron, entonces? Si hay que hacer caso a Jordi Cuixart, para defender el ejercicio de los derechos fundamentales de los catalanes, españoles y europeos.

La mentira política no queda recogida en el Código Penal, y si todo lo vivido en otoño sólo fue un farol que llevó al engaño a dos millones largos de catalanes, serán éstos, y no el Tribunal Supremo, quienes deberían condenar a sus dirigentes. Este es el objetivo procesal de los abogados, aunque su hipotético éxito profesional deje a sus clientes a los pies de los caballos de los independentistas de buena fe y a los radicales del movimiento que vienen denunciando desde hace meses la estafa del procés. El despropósito final, como lo califica Santi Vila.

Los únicos que saben con certeza si todo fue un artificio político son justamente quienes llevan dos años en la cárcel o residiendo en Waterloo. El resultado práctico avala la argumentación de sus abogados, y excepto unos cuantos voluntariosos, el resto de los mortales se dio cuenta al día siguiente de que no había república y que todo había sido un castillo de fuegos artificiales. Bueno, todos los mortales no; la Fiscalía y la Abogacía del Estado siguen convencidos de que a la insurrección orquestada por los juzgados le siguió la proclamación.

Algún día sabremos la verdad, si todo fue una improvisación política para seguir gobernando agitando la bandera independentista, a partir de un estado de ánimo de disgusto colectivo por la sentencia contra el Estatut, o de cómo y cuándo se torcieron los planes iniciales, si los había, hasta llegar al fracaso. Este no es el momento histórico para esclarecer las cosas. A unos no les interesa, otros no quieren oírlo y seguramente falta la serenidad colectiva exigible para atender los resultados de una comisión de la verdad. Y a los abogados lo que les conviene es sacar cuanto antes de la cárcel a sus representados, aunque vayan a pasar por impostores. La política y los electores lo pueden perdonar todo, los partidarios de tu propia causa son un tribunal mucho más benévolo que el Tribunal Supremo, por eso los defensores apelan al juicio político.