Quim Torra es coherente, ¿quién puede negar que es inequívoca su actitud? Su pensamiento tiene una lógica ampliamente compartida por miles y miles de catalanes, consecuentes con los principios etnicistas que profesan. No acierto a comprender por qué Inés Arrimadas se rasga tanto las vestiduras. ¿Acaso no demostraron ser unos supremacistas de tomo y lomo el ínclito Pujol y toda su grey? Tampoco considero que sea acertada la opinión de Sergi Pàmies cuando afirma que Torra es "un sectario ilustrado anclado en un republicanismo nostálgico de preguerra".

A diferencia del ambiente virolai donde crecieron las Artadi o las Borràs, esas encisadores noies de la burguesía barcelonesa, Quim lo hizo en una comarca donde desembarcó una parte de la inmigración las décadas 60 y 70 del siglo XX, andaluza en su mayoría. Los de su generación, que es la mía, fuimos los últimos testigos de la Cataluña que se nos fue, la payesa y pairal, esencia romántica de la catalanidad. Pudo ser en ese contexto en el que Torra hizo suya la xenofobia y el supremacismo; como él mismo reconoce, fueron ideas adquiridas durante su infancia, es decir, en pleno desarrollismo franquista, no por la represión si no por el simbólico rechazo hacia bèsties recién llegadas de otros lares españoles que mostraban nulo interés hacia la lengua, las costumbres y la cultura catalanas. Su republicanismo nostálgico es la pátina ilustrada con que embadurnó mucho después esa memoria infantil, fundamento de su nacionalismo.

Nacimos el mismo año y, aunque crecimos por aquellas décadas en comarcas rurales distintas, las andanzas del niño Quim bien pudieron ser parecidas a las mías. Leyendo algunos de sus artículos, me han venido a la memoria algunas experiencias vividas durante aquel apartheid o invasión. Y, entre todas esas historias por mí recordadas, la del señor Cinto es, quizás, la que mejor simboliza las tensiones que vivimos unos frente a otros. Soltero con numerosas propiedades, se resistió a vender sus tierras para que construyeran bloques. No soportaba que sus vecinos, los de toda la vida, hubieran hecho caja especulando con la herencia de sus antepasados. Le sacaba de quicio que los niños de los recién llegados jugásemos a la pelota en su inmenso campo de patatas (ya recogidas). En realidad, la aventura más deseada por nosotros era jugar al escondite en su gran maizal colindante. Hasta que un día el señor Cinto, escopeta en mano y con disparos al aire, nos echó al grito de ¡fora andalusos, fora castellans!

De niño no acerté a calificar al señor Cinto --y a los catalanes del otro lado de la carretera que aplaudían sus constantes gritos y encendidas amenazas-- como xenófobos y supremacistas. Lo que para ellos era normal para nosotros también, ellos tenían la autoridad y eran los propietarios y nosotros éramos unos invasores, colocados en pisos de escasos metros cuadrados. Pero al acabar la dictadura franquista todo cambió, aunque muchos de los viejos vecinos nos siguieran despreciando, casi siempre en privado. Fue días antes de las primeras elecciones democráticas, justo delante de la casa del ya difunto señor Cinto, cuando a una antigua vecina le oí decir que ahora las bèsties farfullaban con embudos. Se refería a los megáfonos utilizados en la primera concentración permitida de invasores pidiendo llibertat, amnistia i Estatut d'autonomia. Y un semáforo también, para poder cruzar la carretera sin riesgo de ser atropellado.

Después de leer y escuchar a Torra, he comprendido que su proyecto de República catalana --una, grande y libre-- no es otra cosa que la reinvención de aquella Cataluña idealizada, que en su memoria infantil existió antes de la invasión de las bèsties. Por cierto, no sé si fue porque no supo soportar tanto odio, rencor o rabia o fue por una depresión, pero un día el señor Cinto cogió su escopeta --la del maizal-- y se voló la tapa de los sesos.