Una de las rarezas de la política española es la velocidad con la que cambian las prioridades y las urgencias caducan. Será por eso que, en las últimas semanas, aquel sinvivir por la renovación del CGPJ ha pasado a mejor vida; lo mismo que la agónica preocupación por el estado de la justicia en general. Tampoco es que eso sea de extrañar cuando el Gobierno tiene sobre la mesa la guerra de Ucrania, el precio de la energía, la inflación y esa chusca historia de las escuchas ilegales a adversarios políticos (o al propio Gobierno, que ya es decir) para irse entreteniendo.

Otro tanto ocurre con la oposición, incapaz de dejar pasar la ocasión de perder trenes. Porque hoy por hoy, para el PP, cualquier cuestión de Estado al margen de las próximas elecciones andaluzas resulta trivial. Los populares andan excesivamente atareados haciendo olvidar la defenestración de Casado, consolidando el liderazgo de Feijóo y decidiendo qué hacer con Vox como para meterse más de la cuenta en los espinosos jardines judiciales.

Así que, como siempre acaba ocurriendo en la historia de nuestra democracia, las prisas en materia de justicia duran lo que el Barça en la Champions: si piensan que los debates sobre la composición del Consejo, el sistema de elección de los vocales o las cuestiones que afectan a la actualización y mejora del servicio se remontan, como poco, al año 85, verán a qué me refiero.

Lejos quedan, pues, los tiempos en los que no pasaba un miércoles en el Congreso (día de lo que se ha dado en denominar, con notable sarcasmo, sesión de control) sin que los partidos mayoritarios se tiraran los trastos a la cabeza a cuenta de los innumerables males que para el futuro de la patria suponía que el Consejo estuviera con los mandatos tan caducados como lo han estado casi siempre.

A fin de cuentas, quienes más podrían quejarse (jueces y usuarios) carecen de relevancia y provecho electoral (nuestros políticos tienen bien calculado que da más votos un apeadero del AVE que aumentar la plantilla de jueces) y no están para proclamas. Los jueces, que tras la extrañísima huelga del año 2009 (que pretendía básicamente la mejora del servicio público y cuyo detonante último fue la extraordinaria incompetencia del ministro Bermejo) han vuelto a su mutismo de siempre. Los jueces españoles no son dados a expresarse en los foros públicos ni ante los medios de comunicación, y los que tienen la osadía de hacerlo suelen acabar pagando algún pato que otro.

También es verdad que entonces no se les hizo mucho caso y a los de a pie, a los que ocupan las posiciones inferiores de la carrera y bracean como pueden en unos juzgados infradotados, inundados de papel y sometidos al escrutinio del Consejo (muy ineficaz a la hora de sancionar las faltas, pero habilísimo a la de amargarles la vida), solo les quedó olvidarse de la organización de la justicia y cultivar la esperanza de ascender a tribunales superiores, que son los que abren las vías de promoción.

Lo que ocurre es que esa promoción casi siempre está ligada a que el juez se entregue en cuerpo y alma a alguna de las asociaciones judiciales, que constituyen en su mayoría meras correas de transmisión de los partidos políticos, y acabe perdiendo, en ese pacto mefistofélico, su independencia (su alma). Llegados a ese punto, lo único que le podrá interesar será el mantenimiento del statu quo y poco ruido.

Aunque impresione a muy poca gente, esto es un escándalo. Porque si no se afrontan los problemas de la justicia es solo porque esta es objeto de la lucha partidista y no se quiere alterar la actual correlación de fuerzas entre “progresistas” y “conservadores” en el Consejo.

Un bloqueo que responde a que este órgano decide las promociones de los jueces que resulten de más interés para los partidos y las asociaciones mayoritarias. Por honrados que sean estos (que lo son en su gran mayoría) la perversidad del sistema fomenta la politización y la consecuente pérdida de confianza en las instituciones. Solo hay que recordar la pésima valoración de la justicia española reflejada en todos los estudios de opinión.

En cuanto a los usuarios, solo aquellos que, como los independentistas catalanes procesados, cuentan con un gran apoyo social y mediático han podido, en los últimos tiempos, denunciar (bien que de forma sesgada y profundamente interesada) algunos males del sistema. Pero la verdad es la verdad, aunque por casualidad la diga Quim Torra, y, a veces, para salvar el prestigio del Estado, las prisas sí son buenas consejeras.