El enorme embrollo que acompaña la conformación de una mayoría parlamentaria alimenta la sensación de que la política se ha convertido en un reducto de mediocres. Si, desde hace años, los ciudadanos españoles perciben los partidos como uno de los mayores problemas, a la vista de la convulsión de estos días, el desafecto ciudadano con la política resultará ya extraordinario. Una realidad aún más contundente para los ciudadanos catalanes, tras años viviendo episodios inverosímiles del procés.     

La clase política se percibe como un lastre que limita las potencialidades de un país que se ha modernizado en todos sus ámbitos. Así, son muchas las voces que señalan que, sencillamente, debería incorporar las virtudes y buen hacer de otros colectivos.

No pretendo negar las carencias --tan evidentes como preocupantes-- de nuestra política, pero me pregunto hasta qué punto puede resultar cierto que, en una sociedad abierta, un colectivo como el político se convierta en una especie de isla de mediocridad, rodeada de otros espacios en los que luce la excelencia. Tres consideraciones al respecto.

De una parte, dinámicas que criticamos de las élites políticas también se dan entre las empresariales, universitarias, mediáticas e institucionales. Con sus peculiaridades, las diferencias entre unos y otros no son tan notables. La diferencia radica en que mientras resulta difícil conocer y valorar lo que realmente acontece en los ámbitos mencionados, la política se halla tan sujeta al escrutinio público que sus debilidades resultan obvias.

De otra, la experiencia del procés resulta muy paradigmática. Lo sucedido es, en buena parte, consecuencia de la torpeza de los políticos que lo han liderado. Pero esta deriva no hubiera alcanzado tal dimensión sin la contribución explícita de destacados empresarios, directivos, intelectuales, académicos, editores o líderes institucionales. Éstos, puestos a hacer de políticos, no han hecho más que acrecentar el desastre, por mucho que ahora se empeñen en negarlo.

Finalmente, del colectivo del que surgen más voces críticas y que, a menudo y sin excesivo pudor se pone a sí mismo de ejemplo donde debería mirarse la política, es el de la empresa. En este sentido, han sido algunos los altos ejecutivos que, con escaso éxito, han transitado a la política convencidos de que los asuntos públicos pueden gestionarse como una compañía. Tras la experiencia, alguno reconoce que lo de la política no es tan sencillo. Que una cosa es la organización jerárquica de una empresa con unos objetivos muy definidos y otra la gestión de una amalgama de intereses diversos y sujeta al constante escrutinio público.

Mi reconocimiento a los buenos políticos, que también abundan.