Mayo es el mes de las primeras comuniones, una fiesta a la que a mí me encanta ser invitada porque suele hacer la temperatura perfecta para estrenar el primer modelito de verano y encima te ofrecen bocatas de Nocilla y brioches de mantequilla y jamón ibérico aunque seas un adulto.

Desafortunadamente, este año a pocas primeras comuniones podré ir. No es que me hubieran invitado a muchas --la mayoría de mis amigas tienen hijos aún demasiado pequeños o han pasado olímpicamente de su educación religiosa--, pero la pandemia de coronavirus se ha encargado de que tuvieran que posponerse hasta después del verano.

Me dan pena todos estos niños que se han quedado sin primera comunión. No es que sea religiosa pero…  ¿qué más ilusión puede hacerle a un niño de ocho o nueve años que dar una fiesta vestido de novia o de marinerito y recibir regalos “buenos” delante de todos sus amigos?    

Recuerdo mi primera comunión con una alegría especial: no tanto por el vestido --mi madre se negó a que fuera con un vestido pomposo, aunque permitió que llevara las tan deseadas manoletinas blancas-- sino por los regalos que me hicieron: unos pendientes de oro en forma de corazón, un reloj de pulsera “de mayor”, un conjunto de maletas de viaje, que estrené ese mismo verano para irme de colonias al extranjero, y --el más especial de todos-- un diario personal con su candado y su pluma estilográfica a juego. De hecho, tanto el diario como la pluma formaban parte de un kit de papelería completo de la marca Busquets, que entonces causaba furor en las escuelas, que incluía la carpeta, el álbum de fotos, el bote para lápices y un juego de sobres y cartas. Todo estampado con el mismo diseño de florecillas lilas y rojas, muy cursi, pero que a mí me encantaba.  

En ese mismo diario, que aún hoy conservo, fue donde empecé a escribir.

Las primeras páginas las usé para hacer una lista con los regalos que no había conseguido por mi primera comunión y que, por tanto, iba a pedir para Reyes. Al parecer me daba igual que todavía faltaran siete meses. Lo único que me importaba entonces era tener los mismos juguetes que mi mejor amiga, Cocó. Por lo tanto, sino los conseguía para Reyes, no me quedaría otro remedio que robárselos, una práctica bastante habitual entre nosotras cada vez que alguna se quedaba a dormir en casa de la otra. Recuerdo que una vez le robé dos Barbies sigilosamente mientras ella se bañaba en la piscina. Las anotaciones en mi diario, escritas con precisión y buena letra, detallan que el robo fue cometido el 6 de julio de 1990, dos meses después de mi primera comunión, demostrando una clara comprensión de los principios católicos por mi parte. Seguramente, el hurto fuese cometido por venganza: recuerdo que Cocó ya me había robado unos conejitos de peluche que mi padre me trajo de un viaje a Francia (aunque, ahora que lo pienso, yo le había robado antes un juego de la Master System-II).  

Las siguientes páginas de mi diario están dedicadas a insultar a mi hermano Carlos, tres años más pequeño que yo, a quien quiero un montón y he echado mucho de menos durante todas estas semanas de confinamiento. Sin embargo, en el año 1990 lo describía como “un gordo muy idiota”, que se pasa el día zampando Phoskitos o jugando a la consola. La otra gran afición de mi hermano era desnudar a mis Barbies o desmontarme las casitas de Playmobil. “La próxima vez juro que le pego mientras duerma”, escribí un día, amenazante.

He buscado en los álbumes de fotos familiares alguna prueba que demuestre que mi hermano hizo la primera comunión, pero no he encontrado nada. Tampoco he encontrado fotos de mi hermana pequeña. Estrujando las neuronas, creo recordar que ellos no tuvieron una gran fiesta, como yo. Nos limitamos a ir a comer a un restaurante con la familia y los padrinos. Supongo que, con los años, las primeras comuniones, igual que la asistencia a misa, fueron dejando de estar de moda. Aunque no tanto como creía: 

Según datos de la Conferencia Episcopal (CEE), en diez años (de 2007 a 2016), estas ceremonias religiosas cayeron ‘solo’ un 7%, un descenso muchísimo más suave que el que experimentaron las bodas religiosas, que alcanzó el 55% en ese mismo periodo de tiempo.

“Puede que los padres sean laicos, pero renuncian a esa laicidad por el compromiso social que supone la primera comunión. El niño o niña que se queda sin ceremonia siente envidia. No comprende por qué él está fuera de ese grupo y no tiene fiesta ni regalos. Al final, los padres ceden. Hay que tener en cuenta que a esas edades la socialización es muy importante”, comentaba en un artículo publicado por El Periódico el año pasado el catedrático universitario de la Carlos III (Madrid) Carlos Elías para explicar por qué el número de primeras comuniones se mantiene alto en un país donde más del 60% de sus habitantes dice no ir nunca a misa.

Yo fui una de esas niñas que no quiso perderse por nada del mundo la fiesta de la primera comunión, con payasos y bocadillos de Nocilla. Me lo pasaba bien en catequesis y haciendo de monaguillo con mis amigos en la iglesia del pueblo, aguantándonos la risa cuando alguno de nosotros se equivocaba al leer el evangelio o tropezaba con los escalones del altar. Cuando por fin pude comulgar, ya fue lo más.

Sin embargo, con el tiempo, todo se esfumó. Un buen día cambié la misa de los sábados por la tarde por ir a comer pipas o salir de compras con las amigas, y ya no quise saber nada más de Dios. Por supuesto, no hice la Confirmación.

El diario personal, escrito en la misma habitación donde estoy pasando estos días el confinamiento, no hablo de Dios ni de crisis existenciales. Termina en junio de 1995, con algunas divagaciones sobre el chico que me gustaba entonces. Poco imaginaba yo, sumergida en mis problemas de adolescente occidental, que 25 años después un maldito virus iba a poner el mundo patas arriba.