Recién proclamada la República, tres nuevos ministros (dos de ellos, catalanes) volaron de Madrid a Barcelona para persuadir a Francesc Macià de su proyecto antiunitario. Lo lograron con nervios seguros y confianza plena en su misión, en la conciencia de que los partidarios de la República catalana eran apasionados e irreductibles contradictores. Fueron Lluís Nicolau d’Olwer (Economía), Fernando de los Ríos (Justicia) y Marcelino Domingo (Instrucción Pública y Bellas Artes). El jurista granadino fue quien encontró la fórmula mágica para que el coronel leridano volviera sobre sus pasos, al evocar una institución medieval catalana. No sería extraño que, en aquella reunión, solo Fernando de los Ríos supiera de su historia. De este modo, el avi se convirtió en el primer presidente de la Generalitat.

Daniel Arasa ha reunido a los políticos tarraconenses Joaquín Bau y Marcelino Domingo en el ensayo que ha aportado al libro Semblanzas Catalanas. La Cataluña plural en la España Global (Cátedra). Este escrito me ha conducido a las notas que hace unos años escribí para mí, tras leer varios libros de Domingo. Nacido en 1884, su padre era un oficial de la Guardia Civil andaluz y su madre era católica y de una familia acomodada y catalana. Marcelino Domingo fue un maestro con muchas inquietudes. En 1914, con 30 años y tras haber sido concejal del Ayuntamiento de Tortosa, fue diputado en Cortes en sucesivas ocasiones. Dirigió diarios, publicó libros, estrenó obras de teatro, fundó partidos; entre ellos, en 1929, el Partido Republicano Radical Socialista Español.

En aquellos tiempos no era rara la doble militancia política. Así, llegó a ser cofundador en 1931 de ERC, partido que abandonó pocos meses después. En carta a Macià, se quejaba de que ERC “no piensa que, en esta hora histórica de responsabilidades para todos, la acción de los republicanos debe ser sentirse colaboradores de una obra común y que en esta colaboración parece más noble la obra de edificar”.

Sus primeras medidas como ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes fueron establecer el bilingüismo en el sistema educativo catalán (30-IV-31) y –a la semana siguiente— suprimir la enseñanza religiosa. En 1934 fusionó su partido radical socialista con los de Azaña y Casares Quiroga para constituir Izquierda Republicana. En Cataluña se llamó Partit Republicà d’Esquerra. Una curiosa doblez de títulos que haría que, lo que en 1936 en el conjunto de España se denominó Frente Popular, se llamase en Cataluña Front d’Esquerres.

Carod Rovira ha escrito sobre él que era un hombre de difícil clasificación: no era nacionalista en sentido estricto, ni españolista en el sentido convencional. Veamos. En 1935, a propósito de la Revolución de Octubre, Marcelino Domingo afirmaba: “Ni dictadura fascista, ni dictadura del proletariado: democracia liberal y constructiva. Ni Italia ni Rusia: España”. Pero también decía: “Ni pena de muerte, ni amnistía; ni crueldad, ni impunidad: justicia. Solo con una justicia inflexible y humana habrá orden”. ¿Cómo sería clasificado hoy si dijera lo mismo?

Domingo, un republicano a machamartillo, entendía en 1917 que Cataluña debía continuar dando a España lecciones de libertad y de virilidad (sic). Dos años después, deploraba que el Estado viviera fuera de las realidades europeas y de la propia realidad española. Para él, la autonomía era una forma de ejercer la ciudadanía y decía: “Cataluña pasa por el dolor que pasa toda España: el dolor de tener un Estado que no responde a las inquietudes de la Nación. De tener un Estado inferior a la Nación. De tener un Estado enemigo de la Nación”. Nótese la distinción entre España y su Estado, que lo separaba radicalmente de los separatistas. Cataluña vista como parte de la nación española y quejosa, como el resto de las comunidades, de nuestra realidad estatal, de su funcionamiento. A causa del Estado, afirmaba, España tenía un malestar que robaba el tiempo a los mejores. Así, “España es hoy esto: el aniquilamiento de los mejores. Y los mejores lo son, por esto también: por tener conciencia de su aniquilamiento y por este sacrificio de sus aptitudes preferidas y por tener el valor de consagrarse más a la obligación que a la devoción”.

El 2 de marzo de 1939, con 55 años, murió en Toulouse ocho días después que Antonio Machado en Colliure. Nunca tuvo denuncias por corrupción o por aprovecharse de cualquiera de sus cargos. Tuvo un serio disgusto personal por los excesos revolucionarios: su hermano pequeño, Federico, alcalde republicano de Benicarló fue asesinado por querer salvar a su cuñado carlista que había escondido un crucifijo para evitar que fuera destruido. No obstante, en un juzgado de instrucción se referían a Marcelino en los siguientes términos, “la triste celebridad alcanzada por el encartado como uno de los más caracterizados enemigos de la Patria”. Era en 1942. Una escena más de la demencial tragedia nacional entre los hunos y los hotros.