Se acumulan las noticias sobre las cosas asombrosas que pasan en el Parlament de Cataluña, avanzadilla de las que pueden suceder en el resto de España si desaparecen los famosos contrapesos o checks and balances, empezando por los más obvios, los límites recogidos en las disposiciones vigentes por ejemplo en materia de salarios públicos. Si hasta ahora habíamos conocido algún caso (que ha terminado en vía judicial) de un funcionario que estuvo 10 años cobrando íntegramente su sueldo sin ir a trabajar –básicamente por tolerancia o desidia de sus superiores— ahora nos hemos enterado de que el Parlament tenía un sistema que permitía cobrar nada menos que hasta 10.000 euros al mes no ya por no ir, sino por tener una cierta edad. Pero mientras que en el caso del funcionario inactivo se impuso una sanción disciplinaria por un órgano judicial, en el caso de los funcionarios del Parlament ni siquiera se plantea que devuelvan el dinero de los contribuyentes.

Estamos hablando de un sistema innovador que permitía a los funcionarios mayores de 60 años cobrar su salario íntegro sin trabajar, las llamadas licencias por edad. Algo que ya sería muy sorprendente y discutible en una empresa privada, pero que en una institución pública es simplemente asombroso y, por supuesto, contrario a los principios básicos que rigen la gestión de los fondos públicos y también la función pública. Llama también la atención que este sistema se instaurase nada menos que en 2008, con un presidente de ERC y que haya subsistido hasta la actualidad sin que nadie (desde luego no los beneficiados) haya dicho nada.

Dicho eso, si bien es cierto que el Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) –que, por supuesto, no contempla nada parecido a una licencia por edad que arruinaría a las Administraciones públicas teniendo en cuenta la edad media de los funcionarios públicos— no se aplica directamente a los funcionarios de las Cortes Generales o de los Parlamentos autonómicos salvo que así lo disponga su normativa específica, no lo es menos que rige con carácter supletorio para todos los funcionarios y empleados públicos. Además, concreta una serie de principios básicos que derivan de la propia Constitución. Entre ellos, el del mérito y capacidad para el acceso y promoción en la función pública, el principio de igualdad y no discriminación o el de la interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos. Podríamos mencionar también los principios de eficacia y eficiencia en la gestión de los fondos públicos. Por no hablar de cuestiones relacionadas con principios éticos o con la ejemplaridad que se espera de un empleado público. En ese sentido, el EBEP contiene un amplio catálogo de principios éticos y un código de conducta que parte del presupuesto de que el funcionario que recibe un sueldo público está trabajando, salvo los supuestos expresamente previstos en que un funcionario en activo esté disfrutando de una licencia o permiso de los regulados en la propia normativa que permitan seguir percibiendo las retribuciones correspondientes (por ejemplo, permisos de maternidad o paternidad).

Por otro lado, es llamativo que el código de conducta del EBEP (que seguro que no es muy diferente de los que establecen las distintas Administraciones autonómicas) prevea expresamente la obligación de rechazar privilegios o prebendas… cuando proceden del sector privado. Claramente a nadie se le pasó por la cabeza al escribirlo que los privilegios o prebendas, en forma de licencias como las que comentamos, pudieran proceder del propio sector público: pero ahí estamos. Los dirigentes políticos que en su día decidieron ser tan generosos eran de los que pensaban que el dinero público no es de nadie. Y se ve que a los funcionarios beneficiados tampoco se les ocurrió que, a lo mejor, la aceptación de este tipo de privilegios no resultaba muy conforme con esa defensa de los intereses generales y la buena gestión de los recursos públicos. Quizás deberían haber recordado que uno de los deberes de los funcionarios públicos es, precisamente, administrar los recursos y bienes públicos con austeridad, y no utilizarlos en provecho propio o de personas allegadas, debiendo también velar por su conservación. Aunque, sin duda, se echa en falta que los funcionarios alzasen la voz para denunciar esta prebenda; unos por ser beneficiarios y otros por aspirar a serlo.

Por último, hay que hablar de otro aspecto que siempre acompaña a este tipo de conductas: la falta de transparencia. Todos los ámbitos donde reina la opacidad son, por definición, problemáticos. Por eso la resistencia a dar a conocer las retribuciones públicas –que es bastante general en todas las Administraciones— pone de relieve que se trata de un ámbito especialmente sensible donde pueden producirse corruptelas o, directamente, corrupción. De ahí que sea trascendental su conocimiento especialmente en aquellas instituciones que tienen mayor autonomía presupuestaria y gozan de mayor discrecionalidad.     

En conclusión, para tranquilidad (o intranquilidad, según se mire) de los ciudadanos que están leyendo este artículo, lo cierto es que las instituciones, ni siquiera las catalanas, no pueden gestionarse como un chiringuito donde los que mandan pueden hacer lo que quieran con el dinero de los contribuyentes. Aunque demasiadas veces lo parezca. Pero, básicamente, porque no hay reacción ni política ni mediática ni jurídica frente a este tipo de abusos que cada vez son más frecuentes. Ahora, supongo que por razones que tienen más que ver con pugnas políticas que con otro tipo de consideraciones jurídicas y morales ha salido a la luz este escándalo. El problema es que este tipo de situaciones nunca debieran haberse producido; el que ocurran y se tapen durante tantos años pone de manifiesto, una vez más, la debilidad del Estado de derecho en Cataluña.