Pertenezco a ese inmenso colectivo de hombres que han sido abandonados por su novia no una vez, sino en varias ocasiones. Siempre me he dejado cesar sin alharacas y sin ponerme pesado: la práctica del melodrama sentimental solo conduce a que te pierdan el poco respeto que te tenían. Las mujeres tienen mucha paciencia, pero cuando se les acaba es para siempre y tú ya puedes decir misa. Además, dado mi natural autocrítico y mi escasa autoestima, siempre llego a la conclusión de que algo habré hecho para merecerme el despido. Y, evidentemente, nunca se me ha pasado por la cabeza asesinar a quien se deshacía de mí.

Observo que cada vez hay más tipos que no son como yo. Me refiero a esos descerebrados que se cargan a su mujer o, aún peor, a los hijos en común, y luego intentan suicidarse, aunque casi nunca lo consiguen, tal vez porque no le ponen las ganas necesarias. Entre las respuestas estúpidas al abandono, puede que el suicidio sea la más digna, así como la más dañina para la superviviente, a la que habrás amargado la vida con tu decisión y que se pasará años culpándose por algo que solo se debió a tu peculiar manera de entender las relaciones sentimentales. Morir de amor es muy bonito, pero no deja de ser una sandez monumental. Ya sabemos que en el momento del cese las cosas se ven muy crudas, pero el ser humano, afortunadamente, está diseñado para que las desgracias le afecten hasta cierto punto. Si dejas pasar un poco de tiempo, el horror inicial va desapareciendo, y en cuanto vuelves a enamorarte, ¿quién se acuerda de la que lo eliminó de su existencia tiempo atrás? Yo tuve una novia que vivía en los Estados Unidos y por la que atravesé el Atlántico dos veces en el verano de 2001. Ahora, si me la cruzo por la calle y no me ve, me hago el sueco y ni la saludo: lo que sentí por ella ha caducado.

Ante la oleada de noticias sobre tipos que asesinan a sus mujeres se nos olvida siempre un elemento que a mí se me antoja fundamental: la profunda estupidez del asesino, incapaz de encajar su destino con dignidad y, reducido a una condición animal, opta por un castigo definitivo y sin vuelta atrás. Si los asesinos de mujeres tuviesen dos dedos de frente, sabrían que quién ahora los atormenta será, al cabo de unos años, un recuerdo agridulce, alguien que se cruzarán por la calle y cuya atención no llamarán para no tener que dirigirle la palabra.

Cada nuevo asesinato lo archivamos bajo el concepto de violencia machista. Y sí, lo es, pero nadie dice que el origen de esa violencia es la imbecilidad más profunda. La víctima se casó con un idiota y los idiotas son incontrolables por la sociedad y, sobre todo, por sí mismos. Su mente obtusa los conduce al crimen, a dejar huérfanos a sus hijos y a pasarse una buena temporada en el trullo. Si tuviesen en la cabeza algo más que serrín sentimentaloide, se darían cuenta de que su sufrimiento tiene fecha de caducidad y de que, tal vez, gracias al cese de ahora podrán encontrar a alguien mejor en un plazo razonable de tiempo. A mí me ha pasado, así que no veo por qué no habría de sucederles a ellos. Por idiotas que sean.