Hay quien se está tomando la entrada de Vox en el Parlamento andaluz como una nueva señal de la inminencia del Apocalipsis, pero me temo que no es para tanto. Evidentemente, la noticia no es como para saltar de alegría ni justifica el lanzamiento de cohetes, pero entra dentro de la anormal normalidad europea de los últimos tiempos: la extrema derecha se extiende por todo el continente --ya se sabe que el hombre es el único animal que tropieza una y otra vez con la misma piedra-- y hay que aguantar a sujetos como Marine Le Pen, Matteo Salvini, Nigel Farage o Viktor Orbán. Aquí nos creíamos muy afortunados porque toda la derecha española cabía dentro del PP, desde los conservadores moderados a los neofranquistas, pero empezábamos a ser una anomalía --junto a Portugal-- en el penoso panorama europeo, donde se lleva la palma Gran Bretaña con esos euroescépticos empeñados en llevar a su país al desastre por su propio bien.

Vox no es la primera cruz con la que debe cargar la democracia española, que lleva tiempo aguantando a Podemos y a los independentistas, dos rémoras de mucho cuidado para la buena marcha de las cosas (aunque ya sé que para otros las rémoras son los partidos constitucionalistas). Pero no creo que una respuesta histérica a las legiones de Abascal sea la respuesta más pertinente. No hace falta que Pablo Iglesias active la alerta antifascista. Ni que los indepes hagan correr una foto del mandamás de la banda besando la tumba de Franco, imagen que, aunque perfectamente verosímil, resulta que es falsa: en la original, Abascal está bebiendo agua de un río cristalino. Nos pongamos como nos pongamos, la extrema derecha ha llegado para quedarse, y alguna culpa tendremos los demás, ya que, como ha dicho sensatamente el amigo Errejón, no es posible que en Andalucía hayan brotado de repente 400.000 fascistas.

De hecho, Vox y Podemos se parecen bastante más de lo que creen. Ambos son partidos rancios, viejunos, que parecen querer vivir en otra época. Pablemos y sus cuates están instalados permanentemente en la nostalgia por épocas que no vivieron: la revolución soviética --aquí hay que añadir un problema geográfico al temporal--, la guerra civil española, el mayo del 68, la Transición... Esta pandilla de bolcheviques de estar por casa --o por casoplón, en el caso del líder-- se dedica a descubrir la pólvora cada día y a echar pestes de todo lo que hicieron sus mayores para adecentar un poco el territorio. Creen que, aliados con los independentistas, llegarán antes a la república española, cuando lo que quieren los indepes es crear su propia república. Obsesionados con la monarquía y el derecho a decidir, han acabado contribuyendo al crecimiento de la banda de Abascal, cuyo programa político --por llamarlo de alguna manera-- es viejo a más no poder: regreso al nacionalcatolicismo; rojos y separatistas, al paredón; la mujer, la pata quebrada y en casa; los maricones, que se vayan preparando para la que se les viene encima, como las pérfidas abortistas; y así sucesivamente: ranciedumbres varias de las de toda la vida y patriotismo de chichinabo. Ambos partidos son, además, guerracivilistas, pues no ven la hora de que los españoles volvamos a liarnos a palos.

Muchos seríamos más felices en un país sin Podemos, Vox y los separatas, pero eso es lo que hay, San Joderse cayó en lunes y, como cantaba Sandro Giacobbe, lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo. Ya tenemos a nuestro Salvini y a nuestro Melenchon (y a Rufián, que no tiene parangón en todo el continente). Preferiríamos no tenerlos, pero aquí están y hay que encajarlos con resignación. No podemos demonizarlos como ellos hacen con los partidos constitucionalistas --corresponsables también de su aparición: el PP con sus corruptelas, el PSOE con su progresivo abandono de la socialdemocracia, los posconvergentes con sus chaladuras anacrónicas--, ninguno de los cuales está en condiciones de decirle a Rivera que no se atreva a pactar con Abascal --especialmente el PSOE, que sobrevive gracias a Podemos y los separatas--, como también le pide Manuel Valls, viendo peligrar la posibilidad de llegar a alcalde de Barcelona.

No hay que demonizar a Vox ni tampoco ignorarlo. La ola de extrema derecha que sacude Europa ha llegado a nuestras costas. Se trata de reducirlos a la marginalidad, como se intenta en Francia o Alemania, y esperar a que incurran en alguna ilegalidad que les cueste cara. De momento, hay que apechugar con ellos --y con Podemos, y con los indepes-- hasta poder desactivarlos. Sin recurrir a la alarma antifascista, sin trucar fotos y sin hacer el histérico: bastante gritan ya los condenados.