La visita (¡sorpresa!) de don Juan Carlos me ha recordado una telecomedia española que vi de niño y de la que no recuerdo ni el título ni el autor, pero sí un detalle genial que se me quedó grabado para siempre. El protagonista le dijo un día a su esposa que salía a comprar cien gramos de jamón y no volvió a ser visto en veinte años.

Cuando regresaba, lo hacía sosteniendo un paquetito con los cien gramos de jamón y poniendo una cara de yo-no-fui (como diría Rubén Blades) idéntica a la que mostraba el Emérito hace unos días mientras bajaba del avión en el aeropuerto de Vigo. Solo le faltaba decir: “¡Cucú, ya estoy aquí!”. Y es que este regreso del monarca caído en desgracia por su mala cabeza tiene un tono más de sainete que de tragedia nacional, como creen los de Podemos y parte del PSOE. Autoridades y pueblo llano parecen estar haciéndose la misma pregunta: “¿Y ahora qué hacemos con este?”.

Tras descubrir que era un comisionista y un metepatas, nos deshicimos de él enviándolo a Abu Dabi (pese a mis consejos de instalarlo en Estoril, donde podría haberse acabado la última copa que dejó a medias su padre en el casino), donde, según propia confesión, se aburre como una seta y se muere por volver, como el personaje de la célebre ranchera.

En teoría, no tiene abiertas causas penales y puede volver a España cuando le plazca, pero en la práctica, todo el mundo prefiere que se quede en los emiratos árabes y adopte un perfil bajo. Cuando su hijo visitó Abu Dabi recientemente, no le dio ni los buenos días. Ahora se le presenta en casa y Felipe VI no sabe qué hacer con él. De momento, que se olvide de pernoctar en la Zarzuela, que ya le buscarán una pensión en la Puerta del Sol o un hotelito en la Gran Vía, no muy lejos de Chicote.

No se sabe muy bien a qué viene, como no sea a dar pena, ya que la excusa de la regata es inverosímil en alguien que apenas se aguanta de pie. Debería ser consciente de que estuvo a punto de llevarse la monarquía por delante, dejando a su hijo sin puesto de trabajo, y que solo le faltó limpiarse el trasero con la enseña nacional, pero el hombre se comporta como un pariente excéntrico, pero inofensivo, que cree que haciéndose el campechano se hará perdonar todas sus salidas de pata de banco.

Es más, yo diría que está a punto de conseguirlo, y no lo digo únicamente por el recibimiento triunfal que se le ha dispensado en Sanxenxo, sino porque los españoles, aunque reconozcan sus desafortunadas trapisondas, no se lo toman en absoluto en serio: el antiguo rey de España se ha convertido en un personaje secundario de telecomedia, en una especie de Arturo Fernández de la aristocracia. De ahí que la indignación ante su visita no sea la previsible ante alguien que ha arrastrado por el fango el buen nombre de su familia y de su país. Felipe VI hace lo posible por pasar desapercibido y no dar el cante (tanto, que a veces no parece un genuino Borbón), pero no puede evitar que el atorrante de su progenitor aparezca a amargarle la existencia: “¿Qué voy a hacer contigo, papá?”.

Al mismo tiempo, pese a los esfuerzos de Podemos por desempolvar el viejo contencioso entre monarquía y república, el cambio de régimen no parece ser una prioridad de los españoles. El pasado domingo se celebró un referéndum de pegolete en todo el país para que la gente dijera si prefiere una monarquía o una república. Participó el 0,22 % del censo electoral y el número de votos emitidos alcanzó la friolera de 81.617. Aunque la contienda fuese de pega, no me parece que 81.617 votos justifiquen otra de verdad.

Se pongan como se pongan los de Podemos, el ansia de república deja bastante que desear. No es que nos vuelva locos la monarquía, pero tampoco nos ilusiona en exceso la república (sobre todo, con los aspirantes a presidirla que corren por ahí). Yo diría que el sistema político se la sopla a mucha gente, más preocupada por asuntos levemente egoístas, como llegar a fin de mes, esquivar el coronavirus, protegerse de la viruela del mono o esperar que llegue agosto para tumbarse a la bartola. Y aunque se supone que la pachorra del Emérito debería ofendernos e incluso indignarnos, no lo logramos.

Yo, desde luego, he fracasado en el intento de adoptar una postura digna y progresista ante la aparición de don Juan Carlos, convertido en una especie de mueble viejo que nadie sabe muy bien dónde colocar, aunque les dé pena tirarlo a la basura. Lo veo bajar del avión con su cara de yo-no-fui y me acuerdo de aquel personaje que salió a por cien gramos de jamón, desapareció durante veinte años y regresó blandiendo un sobre de la charcutería con los cien gramos de jamón prometidos. De salvador de la democracia a émulo de Arturo Fernández. Sic transit gloria mundi, si se me permite el latinajo.