Pintan bastos para nuestro rey emérito en el tramo final de su existencia. Las conversaciones de su querida amiga Corinna zu Sayn Von Wittgenstein --apellido que heredó de su segundo marido, un aristócrata alemán; el primero no la puede ver ni en pintura y va diciendo por ahí que es una trepadora social que solo piensa en sí misma, en su lucro y en su botox-- con el turbio Juan Villalonga (obtenidas por el aún más turbio comisario Villarejo, actualmente en el trullo) han escandalizado a una gran parte de la sociedad española. Y, sin embargo, ¿qué hay de nuevo en ellas, qué revelaciones de asuntos que no supiéramos o intuyéramos todos desde hace tiempo? ¿Que Juan Carlos I era un mujeriego insaciable? Ya lo sabíamos: como todos los borbones. ¿Que siempre ha bebido más de la cuenta? Lo dicho: como todos los borbones, encabezando la lista su propio padre, don Juan. ¿Que trincaba lo que podía y lo guardaba en Suiza porque en España nunca se sabe y un día te puedes encontrar con una conjura de republicanotes que te envía al exilio? ¡Menuda noticia!

En cuanto a descubrimientos insólitos, las Corinna tapes dejan mucho que desear. Lo único que muestran son las actividades habituales de los borbones de siempre, típicas de cuando los reyes podían hacer lo que les salía de las narices porque para algo eran reyes y, además, se consideraba de mal gusto meterse en sus asuntos. El problema para don Juan Carlos es que esa manera de ejercer de rey ha pasado a la historia, como demuestra la actitud de su hijo, Felipe VI, un hombre que, consciente de que lo suyo es un anacronismo y una antigualla absurda, ha optado por mantener un perfil bajo, tirando a aburrido, como el ejecutivo que se mimetiza con la moqueta para no quedarse sin trabajo en una empresa en ruinas que ya no sabe qué hacer con él.

Hasta hace muy poco --no es necesario remontarse a los buenos viejos tiempos del derecho de pernada y demás chollos--, un rey hacía lo que le decían sus gónadas y salga el sol por Antequera. Una actitud que, en las actuales democracias, incluida la española, no acaba de colar. Felipe VI lo ha entendido perfectamente, pero su padre, aunque lo aparentaba, no podía sustraerse a viejas prácticas y costumbres profundamente arraigadas en la familia. Tradicionalmente, los borbones se han dedicado al fornicio --Alfonso XIII llenó España de bastardos--, a pimplar sin tasa y a incrementar su fortuna personal de maneras no muy edificantes. ¿Por qué? ¡Pues porque podían! No contaban con que llegaría una época en la que se les fiscalizaría como al resto de los mortales, y por eso tiene ahora Felipe VI una papeleta que no se la deseo a nadie: entre su cuñado y su padre se están llevando la monarquía por delante y, si seguimos así, las posibilidades de que la pequeña Leonor sea la próxima reina de España irán disminuyendo a diario.

La verdad es que, puestos a irse de copas, tiene que ser mucho más divertido hacerlo con el Campechano que con el Preparado. Y si se apunta Bertín Osborne, todo eso que te llevas. Felipe VI es un tipo tan serio, formal y (aparentemente) honrado que resulta un pelín aburrido y, francamente, no parece un auténtico Borbón. Tampoco convendría olvidar, en medio del escándalo de las Corinna tapes, que su padre es un hombre que se ha pasado la vida improvisando tras una larga tutela franquista: que te coloque a dedo un dictador no es la mejor manera de iniciar un reinado; un dictador que, además, se ha saltado la línea sucesoria y ha enviado a tu progenitor a Estoril para ver si se ahoga, ya sea en el mar o en una bañera de Dry Martini. Con el golpe de Estado del 81, Juan Carlos I --rigor democrático para algunos y una mezcla de dudas y realismo geopolítico para otros-- se redimió de su pecado original y consiguió tirarse un montón de años sin que nadie le tocara las narices. No perdió sus costumbres borbónicas ya citadas --como dicen los anglosajones, old habits die hard--, pero la sociedad hacía la vista gorda al respecto. Desde la metedura de pata de la cacería en Botswana, por el contrario, nadie le quita la vista de encima, hasta llegar al cirio actual de las Corinna tapes.

Yo creo que Juan Carlos I es el último representante de una larga estirpe, un personaje anacrónico dentro de un gran anacronismo, pero que también es el último borbón auténtico. Hizo lo posible por adaptarse a los nuevos tiempos, pero traía unas prestaciones de fábrica que han acabado por pasarle factura. Su hijo es plenamente consciente de que para mantener su puesto de trabajo ha de ser como el ejecutivo que se mimetiza con la moqueta, mientras que él creía que aún podía darse algunas de las alegrías de antaño. A su provecta edad comprueba que se acabó lo que se daba y que, hoy día, esto de ser rey es una mierda.