En comparación con cómo está el patio en determinados países, los occidentales tendemos a considerar que los nuestros son, prácticamente, unos balnearios. Por eso abundan entre nosotros protestas idiotas como la de arrojar latas de sopa a los cuadros y engancharse al marco con Super Glue (los activistas contra el cambio climático o el hambre en el mundo) o berrear con los pechos al aire (las militantes de Femen) u organizar marchas alternativas en las reuniones de altos mandatarios (gente bien intencionada que, sin pretenderlo, acaba formando parte del espectáculo al que se opone). Las actividades realmente peligrosas para la propia integridad física se dan en sitios como China o Irán, donde hay que echarle auténtico valor para protestar contra la demencia de los clérigos al mando (capaces de ordenar a quienes reprimen las protestas que apunten a la cara, los pechos y los genitales de las mujeres) o para pedir en voz alta la dimisión de Xi Jin Ping, que tiene podrida a mucha gente con su peculiar teoría del Covid 0.

Nos hemos acostumbrado a protestar sobre cualquier cosa porque sabemos que no nos va a pasar nada grave, ya que vivimos en Estados de derecho en los que se protege el derecho de manifestación y muchos otros. De todos modos, creo que no deberíamos dar por hechas todas las ventajas de las que disfrutamos. Pensemos que no hace mucho, en Estados Unidos, se produjo un conato de golpe de Estado protagonizado por un montón de hooligans devotos de Donald Trump (¿se acuerdan del tipo con cuernos que parecía un miembro del Club de los Búfalos Mojados al que pertenecían Pedro Picapiedra y su amigo Pablo Mármol?) que no tuvieron mejor idea que asaltar el Capitolio. Y hace un par de días, en Alemania ha habido que detener a los reichsburger, una pandilla de energúmenos con nostalgia imperial comandada por un aristócrata con pretensiones de reyezuelo que se hace llamar Heinrich XIII. Ha habido que movilizar a 3.000 policías para detener a dos docenas de majaderos de extrema derecha que hasta habían planeado asaltar el Bundestag y detener y esposar a todos los diputados. ¿Un golpe de Estado en Alemania? Impensable, ¿verdad? Tan impensable como la toma del Capitolio en Washington. Pero ambas cosas han sucedido y se han podido controlar, pero no dejan de sugerirle a uno que la placidez europea y norteamericana son más frágiles e inciertas de lo que parecen.

Estados Unidos ya vive alteraciones cíclicas de la normalidad con todos esos tiroteos absurdos que proliferan gracias al sacrosanto derecho a comprar armas (aunque no sea lo mismo hacerse con una pistola del calibre 22 si vives aislado que un fusil de asalto cuando habitas en un apartamento), pero en Europa, salvo excepciones como la matanza de Noruega de hace unos años, la vida puede confundirse a menudo con un largo río tranquilo cuyo previsible aburrimiento se puede combatir arrojando una lata de sopa sobre un Van Gogh o ensuciando un coche customizado por Andy Warhol. Lo de los reichsburger es una señal de que ya no se puede dar nada por seguro: entre los detenidos, exmilitares de alta graduación, policías y hasta una jueza, todos ellos convencidos de que cuatro gatos con algunos fusiles podían cargarse la Constitución, la democracia y la Alemania que todos conocemos. Y algo me dice que la judicatura germana no va a ser tan comprensiva con ellos como lo ha sido con Puigdemont y su cuadrilla, cuando, teóricamente, no existía la sedición en el sistema penal alemán. No sé si existía o no, pero estoy convencido de que a Heinrich XIII y su cuadrilla de merluzos austrohúngaros se les va a caer el pelo.

Cuando tuvo lugar en febrero de 1981 el conato de golpe de Estado a cargo del teniente coronel Tejero, todo el mundo, empezando por los españoles, lo encontró lamentable, pero previsible en un país que acababa de salir de una dictadura a la que muchos tenían ganas de volver. Bajo la solidaridad de boquilla de Europa con la democracia española, se escondía en muchos casos la teoría de que aquí éramos como éramos y se podía esperar de nosotros cualquier cosa. Cuarenta años después, desde una España en la que el golpe de Estado militar es inconcebible (entre otras cosas porque el Ejército, salvo los de la rifa del cuartel del Bruc, ha hecho los deberes, ojalá pudiera decirse lo mismo de la banca y de la iglesia), observamos, pasmados, cosas como la toma del Capitolio o la grotesca insurrección de las huestes de Heinrich XIII. Si esto sigue así o va en aumento, el concepto de balneario va a pasar a la historia en occidente y habrá que prestar atención a peligros que creíamos superados. Eso sí, siempre podemos seguir mirando hacia otro lado y ensuciar un Monet para evitar el cambio climático: nosotros mismos.