No sé si todavía rige la norma eclesiástica de no enterrar en sagrado a los suicidas, pero lo más probable es que sí, pues a la Iglesia Católica le cuesta acabar con sus peores tradiciones y, en el caso que nos ocupa, siempre le ha gustado diferenciar entre muertos de primera (los que se van cuando quiere Dios) y muertos de segunda (los que se van cuando quieren). Evidentemente, al suicida le da igual lo que hagan con su cadáver, pero en muchas ocasiones, su familia o sus amigos agradecerían un poco más de manga ancha por parte de la clerigalla, que al parecer prefiere que el que no espera su turno para encontrarse con el Altísimo merece ser enterrado como un perro rabioso.

Como ni soy creyente ni tengo planeado mi suicidio para dentro de unos días, todo esto debería darme lo mismo, pero es que yo siempre he sentido un gran respeto por la figura del suicida, del ser humano que se quita de en medio porque ya no puede más y la nada es mejor que lo que está sufriendo en esta vida maravillosa que con él no se ha portado excesivamente bien. Nunca he creído que el suicida sea un cobarde que prefiere darse el piro en vez de plantar cara a las adversidades de la existencia. Por el contrario, yo diría que la fuga voluntaria de este valle de lágrimas requiere cierto valor, pues constituye la versión hardcore de salirse del cine antes de que termine la película, algo que yo soy incapaz de hacer (con una excepción: la espantosa Harley Davidson and the Marlboro Man, con Don Johnson y Mickey Rourke) porque soy consciente de que fuera no hay nada o llueve o hace frío o todo es aún más aburrido y absurdo que lo que se está proyectando en la pantalla. Lo mío es el vitalismo pusilánime: ante la sospecha de que no hay nada al otro lado, me quedo en este, aunque las pase canutas, confiando en que lleguen momentos mejores.

Eso sí, como soy muy tiquismiquis para mis cosas, hay un modelo de suicida que no soporto y que sí creo que merece ser enterrado como un perro rabioso: el que antes de quitarse de en medio se ha llevado por delante a una o varias personas a las que culpabilizaba de su triste situación. Por eso, cuando leí ayer que habían encontrado el cadáver de Martín Ezequiel Álvarez, el desgraciado que se cargó a su hijo de corta edad para jorobar a la mujer que lo había plantado (intuyo que juiciosamente), pensé que lo mejor que podían hacer con él era tirarlo a la basura. De la misma manera que la Iglesia distingue los muertos de primera de los de segunda, para mí también hay suicidas de primera y suicidas de segunda, y a este segundo sector pertenecen todos los Martín Ezequiel de este mundo, esos a los que les gusta irse por la puerta grande y después de quitarle o hundirle la vida a alguien más.

No existe la estupidez entre los suicidas a los que respeto: simplemente, no pueden más y abandonan el barco en una decisión que solo les atañe a ellos y que suele tener un innegable trasfondo metafísico, algo que no se da nunca entre el club de los Ezequieles, donde la estupidez juega un papel fundamental. Pensemos en muchos de esos que se cargan a la parienta porque los plantó. Algunos intentan suicidarse, pero, ¡qué casualidad!, casi nunca lo consiguen. A ninguno se le ocurre que, si dejaran pasar el tiempo, lo más probable es que se les quitaran las ganas de tomarse la justicia por su mano, dado que lo único que suelen conseguir es eliminar a un ser humano y acabar en prisión para los restos. Supongo que es pedirles mucho que conozcan esa teoría según la cual la comedia no es más que la suma de una tragedia y el paso del tiempo. Si todos los que hemos sido plantados (en mi caso, en varias ocasiones) nos tomáramos la cosa tan a la tremenda, aquí no quedaría nadie vivo. Pero es que ese modelo de suicida iracundo e imbécil no tiene nada que ver con el suicida que solo la toma consigo mismo y se va sin molestar a nadie ni hacer mucho ruido. Yo diría que se trata, a falta del necesario elemento metafísico, de un falso suicida. Hay falsos suicidas como hay falsos deprimidos que solo son personas tristes porque han sufrido una desgracia irreparable: si te ha dejado tu mujer o se te ha muerto un amigo, tú no estás deprimido, tú estás lógicamente triste, que no es lo mismo, ya que la depresión real, al igual que el suicidio, se mueve en el terreno de lo inefable y lo metafísico: la tristeza se pasa; la depresión puede ser endémica.

Nada más lejos de mi intención que elaborar una tesis sobre el buen suicida, pero creo que todos (incluida la Santa Madre Iglesia) deberíamos ser un poco más respetuosos con los que se van sin molestar a nadie y no meterlos en el mismo saco de los estúpidos exhibicionistas que necesitan irse de este mundo acompañados de gente que no tiene ninguna prisa en abandonarlo. El buen suicida es una persona muy digna, pero los Martín Ezequiel son una pandilla de imbéciles dañinos en cuyas tumbas deberíamos mearnos por turnos si no tuviéramos cosas mejores que hacer.