Durante los últimos días del Brexit, viendo la peculiar manera de ir por el mundo que se gasta Boris Johnson, he pensado mucho en Patrick Melrose --Benedict Cumberbatch en la adaptación televisiva--, el protagonista de cinco novelas de Edward St. Aubyn, y su espantoso círculo familiar y social, tan típico de la clase alta británica, esa que, como el bueno de Boris, ha ido a Eton y a Oxford, acapara los puestos fundamentales de la sociedad y se distingue por su displicencia, su inhumanidad, su incapacidad para sentir y, en última instancia, su estupidez. También me ha venido a la cabeza una reflexión que me hizo Tom Sharpe, hace años, completamente cocidos los dos, durante una cena en su honor: “Coja un inglés. ¿Qué tiene?: Un idiota. Coja dos: un club. Coja tres: un imperio”.

La frívola estupidez de la british upper class ocupa un lugar de honor en la literatura inglesa. La encontramos, tamizada por un humor amable, en P. G. Wodehouse. Aparece, con más mala uva, en Evelyn Waugh y el citado Sharpe. Y alcanza sus máximas cotas de virulencia en la pentalogía de Edward St. Aubyn protagonizada por Patrick Melrose, un buen chico melancólico, violado de niño por su propio padre, politoxicómano y dipsómano, condenado a tratarse eternamente con los representantes de su entorno social, personas vacías, inmunes a la empatía, negados para amar y consagrados, puede que involuntariamente, a amargarles la existencia a aquellos con los que se cruzan. Los aristócratas se han pulido la herencia familiar y se casan con americanas ricas que les salven el cottage y, con un poco de suerte, les compren una casita de verano en el sur de Francia. Los burgueses copan los lugares más selectos de una sociedad a la que desprecian, ya sea desde la empresa o, en el caso de los peores, desde la política. Todo lo que se mueve por las novelas de Patrick Melrose son esos cuerpos viles que dieron título a un libro de Waugh, en las que no se salva ni la familia real: la aparición en una fiesta de la princesa Margarita es un torpedo dirigido a la gélida monarquía muy difícil de esquivar.

Pensaba en todas esas cosas, en Waugh, en Sharpe, en Greene, en St. Aubyn, mientras asistía a los penosos esfuerzos de Boris Johnson por aparentar que estaba ganando la batalla contra la Unión Europea. Johnson podría haber ido al colegio con Melrose y asistir impávido a su desmoronamiento mientras él se dedicaba a medrar. Nadie sabe qué aprendió en Eton y Oxford, como no fuese a cimentar el cerrilismo que tanto ha contribuido a que el Reino Unido se pegue un tiro en el pie con su salida de la Unión Europea. Ante el panorama mundial, a cualquiera se le ocurre que una Europa mínimamente unida es la única alternativa razonable a los imperios ruso, chino y norteamericano. A cualquiera menos a Johnson y los de su clase, aliados, por una vez y sin que sirve de precedente, con lo más primario de la clase obrera británica, convencidos ambos sectores de que Britannia rules the waves ahora igual que antes y que cuando pasa algo en el Canal de la Mancha, el que se queda aislado es el continente.

Gran Bretaña nunca fue un socio de fiar de la UE. Se pasó la vida con un pie dentro y otro fuera, intentando pillar lo que pudiera sin dar gran cosa a cambio. Ni al euro se apuntó. Y siempre estaba dispuesta a presumir de la relación especial con Estados Unidos, como si nos hiciera un favor a los demás países quedándose con nosotros. Tras años de patrioterismo a lo Nigel Farage e intentos de hacernos creer que los que nos íbamos a quedar aislados seríamos nosotros, Boris y sus amigos de clase alta --más sus siervos del pub de la esquina-- han llegado al final del camino discutiendo por unos caladeros de pesca y unos aranceles. Se han quedado con las ganas de irse dando un sonoro portazo y sin que Merkel y Macron se le pusieran al teléfono a Johnson. Ya tienen lo que querían, si es que sabían lo que querían. Y si no lo tienen, lo aparentan: siempre habrá quien se lo trague y los sarcasmos de The Guardian se verán contrarrestados por las baladronadas de los tabloides de Rupert Murdoch.

De momento, puede que escaseen las lechugas en los supermercados británicos, pero eso les trae sin cuidado a Boris y sus amigos, a los que siempre les quedarán el caviar, el salmón ahumado y la ginebra. Con el imperio desaparecido y los clubs cada día más apolillados, la idiotez brilla con luz propia en un Reino Unido que puede dejar de estarlo en cuanto a los escoceses y a los galeses se les inflen las narices ante las tonterías victorianas de la clase dirigente.