Coincidiendo con las fiestas de San Fermín, se estrena estos días en España la tercera entrega de la serie de películas de terror conocida como La purga. Si no han visto ninguna, les diré que la cosa sucede en Estados Unidos, en un futuro cercano, durante la celebración de una peculiar fiesta anual implantada recientemente por el Gobierno para intentar concentrar toda la violencia del país en unas pocas horas. Esa fiesta es La purga, y mientras dura --del anochecer al amanecer-- uno puede matar a quien quiera sin que la justicia tenga nada que decir al respecto. Aunque la mayoría de la población se encierra en sus casas en cuanto oscurece, siempre hay algunos pardillos a los que les da por salir a la calle, pues si no, no habría película. Se supone que, con este desfogue anual, la gente se porta mejor el resto del año mientras espera pacientemente a que llegue la noche de la purga para poder llevarse a alguien por delante sin pagar las consecuencias.

Evidentemente, esta entretenida serie de películas de terror consiste en una extrapolación de fiestas ya existentes en nuestra sociedad, como el carnaval, las despedidas de soltero o las jornadas pamplonicas de San Fermín, celebraciones que sirven para que todos saquemos al animal que llevamos dentro durante unas horas --dentro de un orden y sin matar a nadie, claro-- y luego nos lo volvamos a guardar hasta el siguiente jolgorio aceptado socialmente.

Como aún están recientes las animaladas de La Manada y dentro de cada español hay un jurista pugnando por salir, como se deduce de la bronca que se llevaron los jueces que dejaron en libertad a esos cinco garrulos, no paro de leer artículos reivindicando el genuino espíritu de San Fermín y alguna que otra proclama sobre la necesidad de unos sanfermines feministas. ¿Espíritu de San Fermín? ¿Perdona?, como diría Belén Esteban. ¿De qué espíritu me hablan? ¿Cuándo han consistido los sanfermines en algo que no fuese empinar el codo sin tasa, intentar ligar, hacer el ganso y acabar durmiendo la mona en un banco? ¿Alguien ve algo espiritual en una pandilla de borrachos vestidos de blanco --con manchas de vinazo-- y un periódico en la mano, corriendo delante de unos toros desorientados que no saben qué pintan allí? En la plaza, por lo menos, siempre tienen la posibilidad --escasa, porque son bastante simplones, los pobres-- de llevarse por delante al mariquita de la coleta que se contonea ante ellos, pero en los callejones de Pamplona, azuzados por lo más bruto de la localidad y de sus visitantes --atención al inevitable americano que no entendió bien a Hemingway y siempre acaba volviendo a su país en un ataúd--, se limitan a participar en un espectáculo innoble que ni siquiera entienden.

Este asunto me recuerda las cíclicas declaraciones del alcalde de Barcelona diciendo que hay que adecentar La Rambla, ¡como si la Rambla hubiese sido un sitio decente alguna vez! La Rambla es lo que es, una entretenida cloaca al aire libre con personas en vez de ratas; y San Fermín es la tajada descomunal, la vomitona no menos espectacular, los conatos de coyunda y el desfase demencial. Los ceporros de La Manada solo añadieron un componente delictivo a algo que ya se las traía. No hay un antes y un después de sus desmanes sexuales. Antes de que estos cinco anormales hicieran lo que hicieron, ya había insensatas borrachas que se levantaban la camiseta, enseñaban las tetas y se reían como posesas mientras se las tocaba el populacho... Sí, vale, tenían derecho a hacerlo, la culpa siempre es del violador y bla, bla, bla. Es más, si una mujer camina desnuda por la calle y con un vibrador insertado en la vagina solo está haciendo uso del derecho a la propia imagen, pero cuéntale eso al cazurro salido y borracho que se la cruza en un callejón a oscuras.

Resulta curioso que, mientras las corridas de toros, que algo tienen que ver con la cultura, son vilipendiadas desde todos los frentes, haya quien le vea un sustrato cultural a lo que no es más que una purga. Puede que divertida a nivel juvenil, no lo negaré, pero purga al fin y al cabo y la excusa ideal para sacar a pasear a la bestia interior, que se aburre como una ostra durante la mayor parte del año.