Quim Torra tiene un criterio muy peculiar a la hora de elegir las fotos de su augusta persona que cuelga en Instagram. Todavía nos estábamos recuperando de aquella imagen en la que se zampaba un bocadillo como si quisiera dejarse la piñata en el pan, mientras su rostro adoptaba una expresión más retorcida y contrariada que de costumbre, cuando nos encontramos con una foto en la que apenas se le distingue, pues está rodeado por la bruma del Puigsacalm, a donde se encaramó hace unos días junto a cientos de sus leales para reivindicar la libertad de los amiguetes presos (y que es una metáfora perfecta de su situación).

Como medida de presión no es gran cosa, pero a nuestro hombre le encantan los símbolos --de hecho, su principal actividad política es seleccionarlos--, y lo de subir montañas es algo muy del agrado de los procesistas, que para esto --y para muchas otras cosas-- son como Leni Riefenstahl (¿para cuándo un homenaje a esa gran mujer que adaptó al cine el clásico de Àngel Guimerà Terra Baixa?). No hay que olvidar, asimismo, la funesta influencia de los boy scouts en la catalana tierra: no tenemos prácticamente un político que no pasara en su momento por los minyons de muntanya. Sucede lo mismo con el ciudadano en general: yo me libré porque mi padre consideraba el escoltisme un nido de separatistas, y aunque a veces amagaba con enviarme a un campamento de la OJE --el mismo latazo militarista, pero en español--, nunca llegó a cumplir sus amenazas.

Con tal de no estar en su despacho, haciendo como que gobierna, Torra es capaz de cualquier cosa. Un día se sube a una montaña. Otro, se va a poner flores a los asesinados por el franquismo. El de más allá, se planta en el monumento a Companys y lo compara con sus compinches enjaulados. Y si no encuentra nada mejor, pues se reparte entre el Aplec del Cargol de Vilamerda de l'Arquebisbe, la Fira del Cántir de Butifarró de Dalt o la jornada castellera que le caiga más cerca. El caso es no currar.

Las presencias simbólicas las completa con las ausencias no menos simbólicas, como se pudo comprobar durante la entrega del premio Planeta, a la que no acudió ni él, ni la consejera de Cultura ni nadie de su gobiernillo. Torra está enfadado con Planeta porque se llevó la sede a Madrid, y el hecho de que la editorial controle unas cuantas firmas que publican en catalán y que dan de comer a un número importante de catalanes, se la trae al pairo. A nadie le extrañará si el año que viene, el premio Planeta se entrega en Madrid, donde igual hasta aparecen los reyes.

Ya sabemos que Torra no puede estornudar sin pedir permiso a Waterloo. Y que está avisado de cómo se acaba cuando te da por lo de la independencia unilateral. Pero si abandonara unos momentos el monotema, se daría cuenta de que en Cataluña hay un montón de cosas por hacer, cosas de las que, se supone, debe encargarse el gobierno autónomo. Ya sé que son cosas con menos glamur que la independencia, pero el presidente de una autonomía --pues eso es Torra, aunque en posición subrogada-- está obligado a asumirlas. A no ser que el patriotismo sirva de excusa para la vagancia, el activismo y las excursiones, que también podría ser. Espero con ansia su próxima foto en Instagram; recogiendo setas, a ser posible, como Boletaire en cap de esta gran nación.