Los políticos españoles tienen un diccionario que no es exactamente igual que el que tenemos los demás. De la misma manera que Bill Clinton disponía de una extraña biblia en la que ponía que la felación no tiene nada que ver con las relaciones sexuales, Pablo Casado es el feliz propietario de un diccionario en el que no aparece el verbo dimitir.

El hombre se presenta a unas elecciones generales, le soplan setenta y tantos diputados y, en vez de poner su cargo a disposición del partido, aparece ante las cámaras con su mejor sonrisa de badulaque, dice que ha entendido el mensaje -nuestros políticos siempre entienden los mensajes, otra cosa es que los tengan en cuenta y obren en consecuencia-, promete volver al centro ideológico a la voz de ya y, cual su homónimo bíblico en el camino a Damasco, se cae del caballo y experimenta una epifanía gracias a la cual se cosca de que Vox es un partido de extrema derecha -después de haberle comprado a Abascal todo su discurso, por llamarlo de alguna manera- al que no hay que votar jamás.

Cuando uno está dedicado en exclusiva a salvar el cuello, no está para sutilezas como que el PP gobierna en Andalucía con el apoyo de Vox, con lo que los de Abascal se le rebotan -¿a quién se le ocurre decirle a un partido de extrema derecha que es un partido de extrema derecha, hombre de Dios?- y le espetan que se va a enterar de lo que vale un peine como insista en sus groserías. A todo esto, entre bambalinas, Núñez Feijóo espera el momento oportuno para apuñalarle. Uno y otro -y todo el partido detrás- se han dado un plazo para actuar: hasta las municipales y autonómicas de finales de mayo, todos quietos y prietas las filas. En España no dimite ni Dios. Por eso el señor Casado sigue sonriendo y diciéndole a su claque que espere unas semanitas, que ya verán cómo el PP lo peta a la hora de coleccionar alcaldías y euroescaños.

¿Autocrítica? Poca, esporádica y escasamente convincente. Aunque es evidente que parte del electorado se le ha fugado a Vox porque le considera el jefe de la derechita cobarde y otra parte a Ciudadanos porque les parece un Aznarín de estar por casa que se ha pasado tres pueblos con su giro a la derecha, Casado se da por aludido a su manera, reconociendo que sí, vale, ha habido fugas a la competencia, pero ahora volverán todos porque él, en menos de dos horas, ha decidido regresar a ese centro del que nunca debió salir (como le recordaba aviesamente Núñez Feijóo por periodista interpuesto).

De la misma manera que un cineasta vale lo que ha recaudado su última película, un político depende de los resultados de las últimas elecciones. Perder setenta y tantos diputados de una tacada no es un pequeño incidente que se resuelva con cuatro promesas aceleradas. ¿O es que en el PP hay menos banquillo que en el entorno de Puigdemont, el hombre que presenta a elecciones a amigos del alma, abogados leales y, como la pobre se descuide, hasta a la asistenta que le orea la mansión de Waterloo? Urge que nuestros políticos tengan el mismo diccionario que quienes les votan o, en este caso concreto, no les votan. Si en la D no les sale el verbo dimitir, que lo cambien por otro. Será por diccionarios.