Antes que nada, una confesión: me aburren mortalmente las ceremonias de entrega de premios cinematográficos, ya se trate de los Gaudí, los Goya o la que inició todo el proceso, los Oscar. Me parecen unas ferias de vanidades que resultan más ridículas cuanto más pequeño es el entorno en que se desarrollan; o sea, que los Gaudí y los Goya siempre me parecen sendas ilustraciones del clásico quiero-y-no-puedo, e intuyo que los César franceses y los BAFTA británicos también tienen bastante de eso. Así pues, se supone que la única ceremonia que debería tomarme en serio es la de la Academia de Hollywood, pero tampoco lo consigo y solo me parece el mismo paripé que las otras, pero con más presupuesto.

Curiosamente, conozco a unas cuantas personas (casi todas de los medios de comunicación) que se emocionan con ellas, te comentan las nominaciones a la que te descuidas y hasta son capaces de trasnochar hasta horas absurdas para asistir a la retransmisión de los Oscar (donde puedes ver antes que nadie a Will Smith arreándole un sopapo a Chris Rock y otras cosas no menos edificantes). Sin pararse a considerar la posibilidad de que los Oscar y demás zarandajas seudocinematográficas te importen un rábano, esa gente te comenta las nominaciones como si les afectaran en algo, y nunca dejan de dar su opinión sobre lo acertado o equivocado de tal o cuál de ellas. No contentos con eso, cuando les dices que no piensas ver la ceremonia de los Goya o los Gaudí, te miran con asombro y yo creo que hasta dudan de tu probada cinefilia, como si fueran tan difícil distinguir el amor al cine de la afición por las tabarras sentimentaloides en las que todo el mundo agradece el galardón a su mujer, a su marido, a sus hijos o a la madre que los parió. Por eso, cada año, por estas fechas, salgo a la calle embozado y con una careta de Groucho Marx para que no me reconozcan, si me ven, los adictos a las entregas de premios en general y a la ceremonia de los Oscar en particular.

Para acabarlo de arreglar, el material que este año ha sido destacado por los miembros de la Academia de Hollywood me huele bastante a chamusquina. Y las 11 candidaturas de Todo a la vez en todas partes me han puesto de (un relativo) mal humor. Intenté tragarme la película de Daniel Kwan y Daniel Scheinert en Movistar, donde lleva un tiempo colgada, y me sacó de quicio de tal manera que dejé de verla a los 25 minutos (hoy por hoy, sigo sin entender qué pretendían contarme). Por lo que me dio tiempo a ver, deduzco que Todo a la vez en todas partes es un intento fallido de hacer cine original y vanguardista, pero con un ojo en la taquilla, pero solo recuerdo a un montón de chinos a los que les pasaban cosas absurdas y para mí desprovistas de interés (así como la impresión de que los directores se habían pasado de listos y de posmodernos). Pero ya se sabe que, si no quieres caldo, tres tazas. U 11, que son las nominaciones que acumula la película. ¿De verdad no había nada más sustancioso en lo que fijarse?

Si leo la lista de los largometrajes que compiten con Todo a la vez en todas partes, la desolación se apodera de mí. Aunque no las he visto, no tengo nada que objetar a Sin novedad en el frente, Almas en pena de Inisherin o El triángulo de la tristeza. ¿Pero qué hacen ahí Elvis, la última y bombástica patochada del terrible Baz Luhrman, o Avatar, el sentido del agua (segunda entrega de los pitufos de tres metros de altura de James Cameron), Top Gun: Maverick y, si me apuran, la autobiográfica Los Fabelman, de Steven Spielberg, nueva muestra de esa epidemia de confesiones cinematográficas que iniciaron brillantemente Alfonso Cuarón (Roma) y Paolo Sorrentino (Fue la mano de Dios) antes de que Alejandro González Iñárritu nos diera la chapa con Bardo?(reconozco que la alergia a Spielberg es un problema personal, eso sí).

Cuando llego a las nominaciones de actores, se me arruga el ceño ante Brendan Fraser por The whale. Y por dos motivos: uno, me carga que para ganar un Oscar el actor de turno tenga que ponerse hecho un zampabollos (o algo parecido, recordemos a Charlize Theron en Monster o a Dustin Hoffman en Rain man), actitud fielmente reflejada en la comedia Thunder tropic, cuando uno de los personajes, todos actores en su supuesta vida real, acusa a otro de no haberse llevado el Oscar haciendo de retrasado mental porque no se puso en modo full retard (retrasado mental total y absoluto); y dos, todo lo que he visto del director, Darren Aronofsky, me ha dado una grima tremenda, en especial su adaptación de Requiem for a dream, la magnífica novela de Hubert Selby. Lo de Austin Butler por Elvis lo entiendo porque ese chaval es lo único decente de la astracanada del señor Luhrman. Y podría seguir enumerando argumentos para sustentar mi indiferencia hacia los Oscar de este año, pero acabaría pareciéndome a esos que me dan la chapa con sus opiniones sobre las nominaciones, ¡y hasta ahí podríamos llegar!

Hace años que Hollywood no es la fábrica de sueños que fue en sus años mozos y que su star system cada día deja más que desear. Los designios de los miembros de su academia me resultan cada vez más inescrutables. La ceremonia de entrega de premios es tan plomiza como la de los Goya. Y sin embargo… Sin embargo, en Barcelona, a miles de kilómetros de distancia, hay gente dispuesta a no dormir para ver una entrega de premios llena de chistes malos, falsas sorpresas y declaraciones hipócritas. Todo ello, además, tremendamente aburrido y girando en torno a una serie de películas que, por regla general, o no me han gustado o no las he visto ni pienso verlas.

Igual he perdido la ilusión. Igual me estoy haciendo viejo. Puede que las dos cosas. Lo único positivo que puedo decir de los Oscar es que quienes desean tragarse la ceremonia de entrega de premios me resultan, hasta cierto punto, entrañables. Y hasta tiene su gracia oírles decir que la Academia de Hollywood se ha equivocado con tal actor o actriz y tal director. ¡Como si a los miembros de esa academia les afectara en algo su opinión! Cada vez que llegan los Oscar me siento como el señor Scrooge de Dickens y ante tanta alharaca me digo mentalmente ¡Paparruchas, paparruchas! Igual se me está agriando el carácter con la edad. Igual estoy cursando primero de cascarrabias. Pero es que lo de Todo a la vez en todas partes me causa algo muy parecido a la indignación, que es una pérdida de tiempo, lo sé, pero quiero creer que también una muestra de que estoy vivo y de que aún me funciona el coco, más o menos.

Y ahora que me doy cuenta, acabo de hacer lo mismo que esos pelmazos que me dan la chapa sobre las nominaciones de Hollywood. Así pues, me disculpo por ello y prometo no volver a decir nada al respecto. Espero cumplir mi promesa, pero, francamente, no se lo puedo asegurar. Sean clementes conmigo, que igual empiezo a chochear.