Entre las muchas cosas que ya no quieren decir nada en los tiempos que vivimos, el concepto de izquierda política es una de las más conspicuas. Los que ya tenemos una edad o dos, recordamos la época en que, en España, ser de izquierdas era una cuestión moral y ética: todos los tontos, los conformistas, los trepas y los miserables en general eran de derechas o apolíticos. Personajes como Jorge Semprún te ayudaban a creer en la superioridad intelectual y humanista de la izquierda.

Lamentablemente, la cosa ha evolucionado de la peor manera posible: basta con ver a los Ceaucescu de Galapagar o a Ada Colau para comprobar que hemos ido a peor. O cruzarse, como me ocurre a mí con inusitada e irritante frecuencia, con tarugos integrales que se consideran de extrema izquierda porque votan a Podemos o ven con simpatía el proceso independentista catalán, pues consideran desde su burricie que siempre es mejor una revolución burguesa que ninguna revolución (estos cenutrios ejercen también de perdonavidas y consideran que socialdemócrata es un insulto, como los nacionalistas incluyen el término cosmopolita entre lo más despreciable que puede llegar a ser un ser humano).

El gremio de los cenutrios que se creen de izquierdas cuenta con reputados representantes en el mundo de las celebrities. Puede que Willy Toledo se lleve la palma, pero hay aspirantes con mucho fundamento. El más reciente es Jorge Javier Vázquez, empeñado en convertir la telebasura en un arma cargada de futuro. “Sálvame es un programa para rojos y maricones”, ha declarado, presentándose de ese modo como el portavoz de ambos colectivos. Jorge Javier no tiene bastante con lucrarse con sus populares programas --nada que objetar, todos nos buscamos la vida como podemos--, también necesita envolverlos en un aura de respetabilidad progresista gracias a la cual un chismoso se convierte, por arte de magia, en un héroe de la clase obrera, cargo siempre apetecible: como cantaba John Lennon, A working class hero is something to be.

Pero cuando empiezas a creer que un programa de cotilleos es un bastión de la democracia, es evidente que se te ha ido la olla. Y que, en cierta medida, te avergüenzas un poquito de cómo te ganas la vida. Algo normal en el caso de Jorge Javier, un hombre de extracción humilde que pasó por la universidad y tiene veleidades literarias. Hasta ahora, el hombre se conformaba con la fama y el dinero, pero parece que le faltaba algo. De ahí la declaración de principios sobre sus programas como herramientas al servicio de rojos y maricones; es decir, al servicio del progreso, la tolerancia y todo lo que es noble en este mundo. Era el más listo de la banda --gran habilidad para controlar a los mastuerzos de sus colaboradores, de cuyos hilos tiraba como si fuesen títeres de cachiporra--, pero eso no era suficiente: tras alcanzar la relevancia social y financiera, le tocaba aspirar a la relevancia moral.

No es el primero de su ámbito laboral a quien le sucede. Aún nos acordamos de cuando Mercedes Milá aseguraba que Gran Hermano era un experimento sociológico de primera magnitud. O de cuando a Xavier Sardà --por el que siento un gran aprecio personal, todo hay que decirlo-- se le fue la olla en el momento álgido de Crónicas Marcianas y puso aquel rentable experimento como ejemplo de las cosas que sostienen un sistema democrático. Jorge Javier es, tal vez, el que ha llegado más lejos en busca de la imposible respetabilidad. Y la época le ha echado una mano: con fenómenos paranormales como Iglesias, Montero, Garzón, Colau o Roures representando a la nueva izquierda, no es de extrañar que el de Badalona se sienta autorizado a considerarse un paladín del progresismo. De hecho, lo más probable es que sea el menos peligroso de todos ellos.