Años atrás, me crucé en Nueva York, durante una fiesta en casa de los amigos de unos amigos, a un prototipo de izquierdista norteamericano --es decir, un merluzo desinformado, pero vehemente-- que se empeñó en darme la turra sobre la conquista de América y la crueldad de los españoles. Intenté cambiar de tema, pero fue imposible: aquel sujeto había decidido abroncarme por lo que mis antepasados habrían hecho más de quinientos años atrás, darme una lección de historia y amargarme la noche. Cuando ya no pude más, le solté al atorrante algo parecido a esto: “Mira, los españoles matamos a los hombres y violamos a las mujeres, no te lo negaré, pero vosotros, los anglos, os limitasteis a matar a todo el mundo porque os habíais traído a vuestras horrendas esposas en el barco”. Se acabó la discusión. El tipo me miró francamente mal, se dio la vuelta y no se me volvió a acercar en toda la velada. Misión cumplida.

Me acordé de él hace unos días, mientras leía las reseñas de la actuación de Joan Baez en Cap Roig, donde la vieja folk singer se vio obligada a hacerse la progre y dedicar una canción a los que ella denominaba “presos políticos catalanes”. Añadiendo al insulto la afrenta, la canción era Més lluny, del insoportable Lluís Llach, parte de su bochornosa seudo suite Viatge a Ítaca. Resulta que la canción se la había hecho escuchar la inefable Liz Castro, esa señora americana que se ha empeñado en liberar Cataluña de las garras de los españoles. Y no sé quién más puede haberse metido por en medio para explicarle a la señora Baez lo que pasa en nuestra querida comunidad autónoma, pero seguro que ha habido alguien --puede que más de uno-- que se ha encargado de envenenar convenientemente a la exnovia de Dylan. No en vano los indepes son unos genios de la comunicación y de la intoxicación: desde la Diada de 2012, no pararon de hablar con quien fuera mientras el Gobierno español del pusilánime Rajoy no se le ponía al teléfono ni a The New York Times.

Como representante de los liberales norteamericanos --ese colectivo que tiene una opinión sobre todo sin saber gran cosa de nada--, la pobre Joan Baez era la víctima perfecta. De la misma manera, cuando se cansen de los documentales lacrimógenos de Jaume Roures, los indepes deberían llamar a Oliver Stone: un tipo que ha rodado películas sobre Fidel Castro y Hugo Chávez podría cascarse el docu perfecto sobre Puigdemont. También podrían recurrir a Sean Penn, el que se fue a ver al Chapo Guzmán o se hizo filmar en Haití transportando sacos terreros. O a cualquiera de esas celebrities de Hollywood que dijeron que abandonarían Estados Unidos tras el triunfo de Trump y siguen donde estaban, quejándose tan ricamente.

La derecha americana es un horror, pero tiene el detalle de no engañar a nadie. Cuando ves reunidos a unos cuantos representantes de lo peor del partido republicano, piensas, “menuda pandilla de cabrones”, y nunca te equivocas. Pero la izquierda, que no es menos ignorante que la derecha de lo que ocurre en otros países, es especialista en dar gato por liebre y en tomar partido, rápidamente y de boquilla, por el primero que les dice que está oprimido. A fin de cuentas, su obligación como demócratas americanos es ayudar a los pobres paletos de los demás países a reivindicar sus derechos, ya que solos no parecen llegar muy lejos. Les dices que Cataluña está oprimida y se lo creen. Les dices que hay presos políticos y también se lo tragan. Sin hacer preguntas, sin contrastar fuentes, sin interesarse realmente por la situación más allá de perpetuar los tópicos. Hasta que una buena noche de verano te encuentras a una vieja gloria del folk de los años sesenta dándote una lección moral que te acaba recordando la que pretendía enjaretarte aquel majadero de Nueva York que te abordó en una fiesta a cuyo anfitrión ni siquiera conocías.