El caso Epstein está pidiendo a gritos ser llevado a la pantalla. No es que antes no haya habido en Estados Unidos sujetos de este calibre -los ha habido y más graves: recordemos al homosexual homófobo J. Edgar Hoover, fundador y director del FBI durante toda su vida-, pero Epstein lo tiene todo para convertirse en el protagonista de una miniserie de Netflix o HBO. Veamos: millonario turbio y menorero aparece muerto en su celda (lo habían dejado temporalmente sin vigilancia, pese a haberse producido ya un conato de suicidio o algo que se le parecía); entre sus amigos hay celebrities como Woody Allen -qué sorpresa, ¿verdad?-, Bill Clinton, Donald Trump o el príncipe Andrew de Inglaterra, que ha tenido que abandonar súbitamente el castillo familiar de Balmoral no se sabe muy bien por qué (y cuya exesposa, Sarah Ferguson, alias Fergie, le pegó un sablazo hace años a Epstein para pagar unas deudas); aunque su muerte ha sido archivada como suicidio, el pensamiento conspiranoico (y el pensamiento a secas) permite albergar dudas sobre si Epstein se quitó la vida o le ayudaron a quitarse de en medio. Estamos, en resumen, ante uno de esos escándalos que siempre han fascinado a Hollywood. La miniserie, documental o de ficción o ambas cosas, ya debe estar discutiéndose en ciertos despachos (tras comprobar que ningún jefazo se había cruzado jamás con el financiero de las manos largas y los masajes con final feliz a cargo de menores).

Primero vendrá, como anticipo, el inevitable artículo en profundidad de Vanity Fair, y solo lamento que ya no esté entre nosotros el gran Dominick Dunne para escribirlo. Los tabloides, por su parte, se van a pasar meses con esta historia, pues sus redacciones están llenas de gente que muerde y no suelta: el New York Post se va a poner las botas mientras el New York Times prepara un largo y documentado ensayo sobre el menda. No descartemos que se suba al carro The New Yorker -el autor puede ser contratado para escribir la miniserie: ni HBO ni Netflix van a llamar a un tuercebotas del Post- y que alguien escriba un libro sobre el asunto (lo siento por el del New Yorker, pero éste se va a llevar el gato al agua, audiovisualmente hablando).

Si un tipo tan aburrido como Bernie Madoff -un timador de altos vuelos y poco más- acabó teniendo la cara de Robert De Niro, un sujeto tan rutilante como Epstein puede aspirar tranquilamente a que le presten la de Leonardo Di Caprio o la de Alec Baldwin. Ya sé que estamos hablando de un ser moralmente abyecto y que lo importante es la investigación que lleve a cabo la policía para establecer la extensión de las corruptelas sexuales de Epstein, pero vivimos en la sociedad del espectáculo y tipos como el tal Epstein nos proporcionan grandes espectáculos. A mí me puede preocupar el cambio climático o el futuro de Europa tras el brexit -el prusés se ha convertido ya más en una fuente de entretenimiento sádico que otra cosa-, pero llevo días empezando la lectura de los diarios por las aventuras de Jeffrey Epstein, siempre en busca de nuevos detalles -estoy fascinado por su amante, amiga y colaboradora en sus abusos a menores Ghislaine Maxwell, hija del magnate de la prensa británica Robert Maxwell, sobre cuya muerte por ahogamiento tras arruinarse todavía quedan dudas, por cierto- y nuevos personajes secundarios de la trama. Quiero creer que esto acabará en manos del FBI y que la cosa desembocará en un macrojuicio con un reparto de campanillas. Lo sentiré por Bill Clinton, que siempre me cayó bien, pero si nos llevamos por delante a Donald Trump, todo eso que ganamos.