Sus señorías me tienen podrido con sus broncas, sus insultos y sus tanganas. E intuyo que no soy el único al que le pasa. Hace unos días, viendo un telediario, asistí a los esfuerzos de la pobre Meritxell Batet para conseguir que los señores diputados, diputadas y diputades se comportaran con un mínimo decoro y recordaran que en tiempos hubo un concepto que atendía por cortesía parlamentaria. Sostenía la señora Batet que lo único que se conseguía con actitudes tan montaraces era dar un pésimo ejemplo a los ciudadanos españoles, y vino a decir que qué podíamos esperar de lo que sucediera fuera del hemiciclo si dentro estaba todo el mundo a la greña. Sospecho que nadie le hizo el menor caso.

Hace tiempo que la grosería y la mala educación se han extendido por el Parlamento español. Un día, una diputada de Vox le espeta a Irene Montero que ha medrado a base de engancharse a Pablo Iglesias (lo cual es cierto, pero igual había alguna manera menos ofensiva de decirlo). Poco después, Irene Montero acusa al PP de fomentar lo que ella llama cultura de la violación, que es como mezclar la velocidad con el tocino. Se suceden los aspavientos y el rasgado de vestiduras. Todos ofenden, pero todos creen que dicen la verdad y que el que ofende es quien no piensa como ellos. Y así, poco a poco, vamos convirtiendo la casa del pueblo en una taberna churrosa en la que solo faltan las cáscaras de gambas por el suelo.

Vamos a ver, salidas de pata de banco las ha habido siempre en el Parlamento español, pero yo diría que la cosa empezó a empeorar con la incorporación al panorama político de dos partidos tan anacrónicos como Vox y Podemos, que parecen haberse quedado atrapados en los años 30 del siglo pasado y a los que cabe achacar el regreso del guerracivilismo a la realidad nacional. No es que PSOE, PP, Ciudadanos y demás fuesen un ejemplo de equilibrio y tronío, pero lo de Vox y Podemos resulta, sencillamente, insoportable. Es como si ambos partidos echaran de menos las tanganas entre los falangistas y los comunistas de los buenos viejos tiempos, lo cual es muy posible si tenemos en cuenta el componente anacrónico que ya he citado y que constituye su principal lastre. Ya podrían aprender algo de Gabriel Rufián, que pasó de ser el bufón de la corte, con sus impresoras y sus esposas, a diputado formal y, si me apuran, a aspirante a estadista. Si Rufi fue capaz de dejar de hacer el mameluco en el Parlamento y portarse como una persona normal (o todo lo normal que puede ser alguien de ERC), también podrían los de Podemos y Vox desistir de su dialéctica insultante o, por lo menos, reciclarla en algo más ingenioso y, a ser posible, dotado de cierto sentido del humor.

Que los políticos se zahieran mutuamente no es, en principio, algo negativo. Una reyerta verbal sutil y con retranca haría mucho por animar las a menudo tediosas sesiones parlamentarias. Los británicos se han distinguido por dar al mundo sujetos como Winston Churchill, cuyo acertado uso de la ironía y el sarcasmo tanta alegría aportó al Parlamento de Westminster, o el escritor P.G. Wodehouse, que se choteó del líder fascista Oswald Mosley sacándolo en algunos de sus libros como un ridículo personaje secundario, Sir Roderick Spode, que siempre estaba trotando por Hyde Park al frente de una escuadra de muchachos con camisa parda y pantalón corto admiradores de Adolf Hitler. Pero parece que lo del humor no va con nuestro carácter, aunque es evidente, por lo menos para mí, que tanto Vox como Podemos se prestan ampliamente a la chufla y la rechifla, dado su talante viejuno y la seriedad con que se toman a sí mismos. Un partido cuyo líder se inspira en José Antonio, pero sin llegarle a la suela del zapato en cuanto a cultura y conocimientos, y que se ganó en su paso por el PP una fama de vago de siete suelas al que lo que más le gustaba del trabajo político era poder ir por ahí con pistola es un personaje propicio para la chanza y la cuchufleta. Igualmente, que un partido como Podemos concluyera sus mítines con canciones de Lluís Llach y Paco Ibáñez también se presta a ser ridiculizado. Lamentablemente, para que tal cosa sucediera y el nivel intelectual de nuestro Parlamento subiera un poco, sería necesaria la existencia de cierto sentido del humor en ambos partidos, algo que no se detecta por ninguna parte.

No estoy hablando de acabar con las broncas parlamentarias, sino de elevar un poco el listón de las mismas. Si nos limitamos a intercambiar insultos (¡Facha! ¡Comunista! ¡Eres peor que Goebbels! ¡Pues tú pareces el primo de Stalin!, y así sucesivamente) nos vamos a estar rebozando en el fango hasta el fin de los tiempos. Ya sé qué pedirles algo de humor a los de Abascal y a los de Montero es perder el tiempo, así que agradecería que recurrieran a él los diputados de partidos menos anacrónicos y más familiarizados con la socialdemocracia o la derecha civilizada. Pese a lo que diga McLuhan, el medio no siempre es el mensaje.