La artista conceptual norteamericana Jenny Holzer (Gallipolis, Ohio, 1950) se hizo célebre --por lo menos, entre los aficionados al arte contemporáneo-- con unas frases lapidarias que esculpía en neón y colocaba en lugares estratégicos de las ciudades, para que peatones y automovilistas se las cruzaran por el camino y reflexionaran un poco ante lo que les sugerían. Una de las más aplaudidas rezaba Protect me from what I want, y me viene a la cabeza cada vez que el gobierno de turno toma alguna medida para proteger a los ciudadanos de sí mismos y, en teoría, mostrar cierta preocupación por su salud. Pensé en la pieza de Holzer cuando empezaron las campañas contra el alcohol y el tabaco, y me ha vuelto a la cabeza ahora que el ministro de consumo, esa lumbrera (supuestamente) comunista que atiende por Alberto Garzón, ha decretado que se van a acabar los anuncios de chucherías y comistrajos de esos que les encantan a los niños. Tenía que tocarles el turno a los angelitos, después de que a los adultos nos avisaran de lo malo que era beber y fumar y nos dejaran sin ver por televisión los anuncios de las diferentes marcas de alcohol y tabaco. También me he acordado de Protect me from what I want con el nuevo intento, auspiciado por un sector del feminismo, de abolir la prostitución, aunque este asunto ya tiene mucho de serpiente de verano (o de invierno, o de otoño, o de primavera): cada equis tiempo, sale alguien a decir que la prostitución es intolerable y hay que eliminarla, aunque algunos pensemos (incluyendo a otro sector del feminismo) que lo máximo que se puede hacer al respecto es regularla.

A fin de cuentas, a nadie se le ha ocurrido prohibir el consumo de alcohol y tabaco, pues eso sonaría a imposición arbitraria sobre los usos y costumbres de la población de un estado democrático. Se han eliminado las, digamos, provocaciones seductoras relacionadas con el vicio. Así, por ejemplo, desapareció de la etiqueta de la ginebra Bombay la frase --muy a lo Jenny Holzer, por cierto-- Gin is a state of mind (La ginebra es un estado mental), junto a los anuncios por televisión de licores. Así se cometieron atentados estéticos, que nadie en Europa ha tenido el valor de denunciar, contra el diseño de las cajetillas de tabaco, en las que cada día cuesta más reconocer la marca porque van trufadas de frases admonitorias o directamente amenazantes sobre las consecuencias del funesto hábito de fumar y de fotos de órganos destruidos por la nicotina o de gente que ha dejado de autoenvenenarse porque la acaba de diñar en la mesa de operaciones de un quirófano (en Estados Unidos no han tocado las cajetillas, conscientes de que el fumador no iba a dejar de serlo por mucho que se le amenazara o se le aterrorizara, aunque han optado por retirarlo del vicio por la vía económica, subiendo considerablemente los precios del producto). En cualquier caso, el diseño de los paquetes de tabaco se ha resentido de esta campaña moralista en España y, mucho más, en nuestro país vecino, Francia, donde ya no queda nada del aspecto original de las marcas: curiosa manera de rendir homenaje a su compatriota exiliado a los Estados Unidos Raymond Loewy (París, 1893 - Montecarlo, 1986), responsable del impecable diseño primigenio de Lucky Strike.

Evidentemente, todas estas campañas en beneficio de nuestra salud cuentan con un componente hipócrita muy notable. Los vicios no se anuncian, pero se permite su práctica porque reportan un dinerito muy interesante a las arcas del Estado (un dinerito que también podría extraerse de una prostitución regulada, por cierto). Es decir, que el mismo que te recomienda que no bebas ni fumes es el que más se beneficia de que hagas ambas cosas, de la misma manera que se beneficiaría de un comercio carnal por el que se pagaran impuestos. Huelga decir que, pese a la contumacia moralista del Estado, hay gente que sigue bebiendo y sigue fumando (y sigue yéndose de putas). Habrá quien eche de menos lo de que la ginebra es un estado mental, pero ya se lo trabajará él sin que se lo recuerde nadie. Y habrá quien siga fumando pese a las fotos de muertos que se ve obligado a llevar en el bolsillo y que solo han servido para incrementar la venta de pitilleras. Avisados los adultos, ahora les toca a los tiernos infantes renunciar a los donuts, el bollycao y demás ataques azucarados a su dentadura en particular y a su salud en general: sí, la obesidad infantil es un problema, pero si Garzón cree que lo va a solucionar eliminando los anuncios de porquerías para niños, allá él.

Todas estas campañas moralistas y, en el fondo, hipócritas no sirven para nada más que para que nuestros gobernantes puedan aparentar que se preocupan por nosotros, sus súbditos. Ellos son los primeros en saber que, se pongan como se pongan, el que quiera seguirá bebiendo, fumando o atiborrándose de bollería industrial. Se trata de salvar la cara sin dejar de hacer caja, y parece mentira que aún crean que nos tomamos en serio la supuesta preocupación que les causamos. Bastaría con una regulación basada en la lógica --ejemplo: no se puede vender tabaco y alcohol a los menores de edad-- y no habría que sobreactuar eliminando lemas de las botellas de ginebra o masacrando con fotos y consignas el talento de Raymond Loewy y otros diseñadores históricos. En cuanto al consumo infantil de guarradas gastronómicas, ¿no bastaría con la vigilancia paterna para evitar o disminuir la Invasión de los Pequeños Gordinflones?

Puestos a regular, incluyamos también lo que se conoce como el oficio más antiguo del mundo, aunque no lo sea, ya que antes hubo que inventar algo para hacerse con el dinero necesario con el que remunerar a la profesional de turno. ¿De verdad cree alguien que la prostitución se puede abolir? ¿No bastaría con combatir la trata de mujeres, meter en el trullo a la gentuza que se lucra a su costa y dejar a quien le parezca que se gane la vida con su cuerpo, libre ya de macarras, traficantes y demás personal lamentable? ¿No se avergüenzan nuestros gobernantes de tratarnos como a idiotas? ¿No se cansa el Estado de protegernos de lo que deseamos?