Boris Johnson podría haber sido un espléndido personaje de ficción. Uno se lo imagina fácilmente en un cuento de P.G. Wodehouse como amigote del inútil de Bertie Wooster y aficionado recalcitrante a las bromas pesadas. O en una comedia británica de los 90, como amigo metepatas de Hugh Grant. El problema --no para él, sino para nosotros-- es que Alexander Boris de Pfeffell Johnson (Nueva York, 1964) es un ser humano real, aunque algo pomposo: ¿a quién se le ocurre bautizar a sus cuatro hijos con nombres como Lara Lettice, Theodore Apollo, Casia Peaches y Milo Arthur (ignoramos el de la hija que tuvo fuera del matrimonio)? El bueno de Boris es, asimismo, un conservador muy peculiar: dos exesposas, novias a cascoporro, excentricidad ampliamente demostrada, tendencia a empinar el codo y rasgos de bocachancla irredento. No es un patán con pretensiones, como Nigel Farage, pero tampoco es muy presentable: desaliñado y despeinado, camina como un gorila y toda la ropa que lleva le sienta mal. Su llegada a lo más alto del partido conservador solo se explica por el deseo de una gran parte de la sociedad británica de suicidarse como nación. Con Boris al mando, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea va a ser un espectáculo de grosería y malos modos, una genuina salida a la guarra que desesperará a los del continente y a los británicos convencidos de que Boris estaría más en su ambiente en un zoo.

Para acabarlo de arreglar, Johnson ha fichado de asesor a Dominic Cummings (Durham, 1971), notorio eurófobo y responsable de la campaña falaz y marrullera llevada a cabo para convencer a sus compatriotas de la urgencia de abandonar la Unión Europea. Quien quiera saber cómo se las gasta este sujeto --que es a Johnson lo que Steve Bannon fue a Donald Trump-- no tiene más que ver la película Brexit: the uncivil war, con Benedict Cumberbatch en el papel de Cummings.

Boris espera salir adelante recurriendo a la amistad especial que los ingleses presumen siempre de mantener con los Estados Unidos. Yo no confiaría tanto en eso. Ahora los planetas se han alineado para que en Gran Bretaña y en Estados Unidos manden dos tipos que se parecen mucho, que son de extrema derecha y que sueltan burradas a granel, pero esa situación puede cambiar y, como dijo un político inglés, los países no tienen amigos, solo intereses. Eso sí, unos cuantos añitos con Boris no nos los quita nadie. En su época de corresponsal del Daily Telegraph en Bruselas fue el periodista favorito de Margaret Thatcher. Ahora es el amigo del alma de Trump --cargo que comparte, de momento, con Kim Jong Un--, y se cree que con su primo de Zumosol llegará lejos. Personalmente, lo dudo. Pero estoy convencido de que se hará notar, y de que Europa y Gran Bretaña acabarán pagando las consecuencias. Para eso no hace falta ser Nostradamus, ¿verdad?