Cuando en España todos íbamos con boina, nos subíamos al autocar de línea con las gallinas en su jaula y nadie hablaba inglés, el único que (hacía como que) sabía de qué iban los Estados Unidos de América era Jesús Hermida, pero desde que somos una potencia mundial, esto se ha llenado de especialistas en política estadounidense cuya presencia en televisión en período electoral empieza a resultar tan ubicua como molesta, dado que la mayoría de ellos entienden los USA tan bien o tan mal como ustedes y yo. En la reciente pugna entre Trump y Biden, ha habido especialistas en política norteamericana en todos los canales habidos y por haber, dado que la dirección de esos canales había decidido que unas elecciones locales debían interpelarnos a todos: de ahí los bromazos en las redes sociales sobre dos señoras de Albacete preocupadísimas por cómo van las cosas en Pensilvania o en Delaware y sarcasmos por el estilo.

No negaré que las elecciones norteamericanas nos afectan a todos, pero hasta que no nos dejen votar a todos, no veo motivo alguno para afrontarlas con tanto entusiasmo. También nos afectan, y de manera más cercana, las elecciones en Alemania, líder oficioso de la Unión Europea, y no les prestamos la más mínima atención, aunque no sea lo mismo depender de Angela Merkel que de un energúmeno de AfD. Tengo la impresión de que nos obligamos a sentir algo por las elecciones norteamericanas para creernos más cosmopolitas, más cultos y más alejados de nuestros doppelgangers de la boina y las gallinas, pero acabamos pareciendo una pandilla de pueblerinos que se ha colado en un entierro donde nadie les había provisto de la preceptiva vela. Y, lo que es peor, la figura (en principio noble) del conocedor de la psique estadounidense y sus consecuencias en la política local se ha devaluado hasta el extremo de que el supuesto experto de turno en Estados Unidos cada vez recuerda más al difunto José Luís Uribarri, quien, no lo olvidemos, durante sus ultimas apariciones en televisión, lo hacía siempre sobre un rótulo que lo identificaba como “experto en Eurovisión”. Casi que echo de menos los tiempos en que con recurrir a Hermida para asuntos norteamericanos y a Uribarri para entender los intríngulis del festival de Eurovisión estabas al cabo de la calle y podías seguir alimentando tranquilamente a tus gallinas con la boina bien calada, que era, a fin de cuentas, lo importante.

Llámenme paranoico, pero detecto algo postizo en esa pasión por la reciente pugna entre el Matón Anaranjado y el Abuelo Simpson. Hay gente que ha pasado noches en vela siguiendo el recuento en estados de la unión donde nunca ha puesto los pies ni sabría situar en el mapa, yo diría que, obedeciendo al deseo de darse importancia a base de participar, aunque solo sea de manera vicaria y trasnochando, en una realidad que le cae lejísimos. Es como si las elecciones estadounidenses fuesen el equivalente político de la gala de los Oscar, una explosión de glamour de chichinabo cuyo seguimiento pormenorizado te convierte en una persona más relevante que quienes solo aspiran a que ganen en las elecciones nacionales, autonómicas o municipales españolas los líderes que menos asco les dan. Poner verde a Trump (o a Biden, que también los hay) te confiere, al parecer, un aura de modernidad y cosmopolitismo que no te sale por ninguna parte cuando te ciscas en Sánchez o Casado. Y no dormir para ver cómo va el recuento en Florida o en Nevada te convierte, directamente, en alguien admirable, aunque en algún rincón del alma siga escondido no aquel poeta del que hablaba Alberto Cortez, sino Paco Martínez Soria.