La medicina occidental muestra una molesta tendencia a tratar por separado los problemas físicos y mentales de sus pacientes, como si no tuviesen nada que ver entre ellos y una cosa no interfiriera en la otra. Personalmente, tengo la impresión de que, a veces, el cuerpo explota cuando la mente ya no aguanta más.

Pienso en el triste fallecimiento de mi amigo Joan Ollé y me pregunto si el infarto que se lo llevó por delante hace unos días no tuvo nada que ver realmente con la campaña de acoso y derribo por supuestos abusos sexuales que nunca pudieron ser probados de la que fue objeto tiempo atrás. O me acuerdo de un jefe que tuve en El Periódico de Catalunya, que fue despedido de la noche a la mañana y al cabo de un mes estaba muerto.

Rememoro, incluso, mi propio infarto, del que pronto hará seis años: no sé muy bien por qué, cumplir los 60 me hizo sentir que pasaba de adolescente eterno a viejo sin saber muy bien qué había hecho con mi edad adulta, si es que la había tenido; mis niveles de estrés eran tan altos que sigo preguntándome si el ataque al corazón no fue una manera que encontró mi cuerpo para demostrarme lo mal que estaba.

Pienso también en esos ictus en diferido que han sufrido algunos conocidos, cuando ya se habían retirado del alcohol o de la cocaína, pero una fuerza superior se empeñara en pasarles la factura a destiempo. Creo, en suma, que cuerpo y mente están íntimamente relacionados y que nuestra medicina se resiste a reconocerlo. No es más que una intuición sin base científica alguna, pero a las pruebas me remito.

La última vez que vi a Ollé fue poco antes del verano. Lo encontré de aparente buen humor e ilusionado con el piso que había alquilado en la calle Canuda y que pensaba convertir en un centro cultural alternativo (aprovechó para presentarme al gran José Luís Gómez, al que tenía alojado allí durante una breve estancia en Barcelona).

Había dejado de beber y parecía también haber dejado atrás el mal rato pasado con las acusaciones recibidas por parte de gente del Institut del Teatre (qué casualidad que una de sus principales inquisidoras lo fuera también del intento de cancelación de Lluís Pasqual, ¿verdad?).

Aunque nunca me las acabé de creer, sí es cierto que Joan bebía más de la cuenta y que el alcohol, mezclado por su atracción hacia las mujeres, podía gastarle malas pasadas que, en cualquier caso, tenían más que ver con la tradicional metedura de pata etílica que con la actitud de un depredador sexual dado al abuso de poder. Joan Ollé no era nuestro Harvey Weinstein, como algunos pretendieron insinuar. Fue un hombre que dedicó toda su vida al teatro, fundó Dagoll Dagom (que luego, sin él, se convirtió en la máquina de pillar subvenciones patrióticas que todos conocemos), realizó algunos montajes magníficos y trabajó con lo mejor de la profesión.

Pero bastaron unas acusaciones sin mucho fundamento para, prácticamente, cancelarlo: el Institut del Teatre se deshizo de él, El Periódico prescindió de sus columnas y, una vez muerto, hasta ha tenido que encajar un tuit repugnante de la consejera de Cultura de la Generalitat, quien, en un ejercicio de hipocresía y cinismo insuperable, aparenta lamentar su pérdida mientras le recuerda que fue acusado de acoso sexual y abuso de poder. Con los lazis, ni muerto se olvidan de ti, sobre todo si has mantenido una actitud anti prusés tan desinhibida como la que practicó Ollé (y, en cierta medida, Pasqual).

Evidentemente, no estoy diciendo que a Ollé lo mataran entre las lenguas de doble filo y el lazismo, pero ninguno de esos elementos contribuyó precisamente a alegrarle la vida. La última vez que nos vimos, me dijo que estaba trabajando en un libro sobre su caso en el que el diario Ara no salía muy bien parado. No sé si le dio tiempo a terminarlo ni si, caso de ser así, alguien va a querer publicarlo.

Tampoco sé qué ha sido de la gran inquisidora que la emprendió con él y con Pasqual, como también ignoro hasta qué punto el seísmo mental que le causó a Ollé la campaña de cancelación en su contra pudo influir en el demorado infarto. Solo sé que cuerpo y mente parecen estar más relacionados de lo que les parece a nuestros galenos y que tal vez habría que empezar a hacer algo al respecto.