No hay como morirse para que hablen bien de uno. Fijémonos en el recientemente fallecido Karl Lagerfeld, conocido en el mundo de la moda por el siniestro alias de El Kaiser. Cuando vivía, todo el mundo se quejaba de que era un déspota con mal carácter, un histérico que disfrutaba abroncando a sus subordinados y haciendo llorar a las modelos. Nada más diñarla, han salido de debajo de las piedras una multitud de celebrities afirmando que era un tipo estupendo al que querían como a un padre. La bestia germánica ha mutado en santo laico en un decir Jesús. Y nadie se ha atrevido a chistar ante la decisión del difunto de legar una parte importante de su fortuna a la única pareja heterosexual de su existencia, la gata Choupette, con la que compartió sus últimos años y con la que dijo que se casaría si esta sociedad insensible intolerante se lo permitiese.

Yo a Karl Lagerfeld nunca le vi la gracia. Como a Vivienne Westwood, con la que competía en arrogancia y actitud sobrada. Giorgio Armani siempre me ha parecido un caballero. De Yves Saint Laurent y Alexander McQueen me atraían su carácter depresivo y sus dificultades para enfrentarse a la vida a palo seco. Moschino era un tipo muy divertido y con un gran sentido del humor, como Jean Paul Gaultier. Lagerfeld me parecía un sujeto ridículo cuyo supuesto buen gusto a la hora de trabajar para Chanel no se correspondía con las pintas que me llevaba. Su look de los últimos veinte años me resultaba especialmente irritante en cuanto versión para mamarrachos del que había inmortalizado en su momento Andy Warhol, pionero en lo de ir vestido de cowboy de cintura para abajo y de oficinista de cintura para arriba: los pantalones apretados, las botas puntiagudas, el blazer, las gafas de sol entre Rappel y Rocío Jurado y, sobre todo, esas camisas modelo Mortadelo, con un cuello de plastrón que solo se explicaría en adictos a la auto asfixia erótica. Aunque lo que realmente me sacaba de quicio era su pasión por Choupette, a la que, en su delirio zoófilo, comparaba con Greta Garbo.

En vida de su maridito, Choupette contaba con un peluquero y un chef para ella sola. Dormía con Karl, quien aseguraba que si le daba la espalda sufría sus ataques y arañazos (yo creo que, de noche y a oscuras, Choupette confundía el casco de pelo canoso del modisto con un gato blanco que se le había subido a la cabeza). Tenía su propia cuenta de Instagram, con cerca de 130.000 followers. Y en 2017 ganó casi tres millones de dólares posando en brazos de alguna modelo de relumbrón o asomando la cabecita de un bolso de Chanel. En su última contribución en Instagram, Choupette -que luce para la ocasión un sombrerito negro de viuda con su velo correspondiente- asegura tener el corazón roto…

Uno está acostumbrado a convivir con la tontería, que cada día se manifiesta en dosis superiores, pero lo de Karl y Choupette le supera. ¿Qué se puede decir de un tipo que amaba locamente a un gatazo peludo y mimado? Choupette tiene la excusa, por lo menos, de ser un animal irracional, y dudo que su nivel de vida se resienta: habrá bofetadas por hacerse cargo de ella, que es a los gatos tiñosos lo que un jeque árabe a un moraco de mierda. En cuanto al Kaiser, ¿qué quieren que les diga? No puedo sentir mucho respeto por alguien que iba por ahí vestido de Mortadelo fashion y que confundía a un gato con Greta Garbo.