En todas las fotos que he visto del mandamás del Partido del Brexit, Nigel Farage, el sujeto aparece:

  1. Con una pinta de cerveza en la mano.
  2. Sonriendo como un orate.
  3. Con la pinta en la mano y la sonrisa majadera.

Cada político europeo de su cuerda tiene su propio estilo: a Matteo Salvini le gusta retratarse con chalecos y cazadoras de algún cuerpo policial italiano, para que quede bien claro que es el ministro del Interior; el húngaro Viktor Orban parece su propio guardaespaldas y solo le falta ir al trote cochinero junto a su propio coche oficial; nuestro Santiago Abascal luce siempre unas prendas dos tallas menores de la que le corresponde, con lo que algún día le saltarán los botones de la camisa en plena arenga y alguien perderá un ojo en la primera fila. Todas estas observaciones son muy útiles para perderles el respeto a estos individuos y reírnos un poco a su costa, actitud muy razonable ante una gente que, francamente, nos da un poco de miedo. Yo llevo años practicándola con los independentistas catalanes y les aseguro que funciona: uno se relaja mientras ellos se agarran unos berrinches del quince.

Esa misma actitud resulta especialmente aconsejable con los grandes chiflados del universo, ante los que nuestros salvinis, nuestros farages y nuestros abascales parecen casi personas normales y razonables. Me refiero a los dos mayores dementes del panorama político internacional, Donald Trump y Kim Jong Un, que durante estos últimos días han dado nuevas pruebas, respectivamente, de su idea de la diplomacia y de la gobernanza: Trump se ha presentado en Inglaterra insultando al alcalde de Londres, tomando partido por el desaliñado Boris Johnson y diciendo al pueblo británico que a ver si se da prisa en abandonar esa cueva de ladrones que es la Unión Europea (para el control de daños, ya está él para consagrar la famosa special relationship entre Gran Bretaña y Estados Unidos, esos dos países, como dijo no sé quién, separados por la misma lengua): solo le faltó aprovechar la cena oficial para mearse en la sopera y secarse la chorra con la servilleta de la reina; Kim Jong Un, por su parte, ha enviado a galeras a los pobres infortunados que participaron en la última cumbre con Trump, incluyendo a la traductora, ya que las cosas no salieron a su gusto, y pueden considerarse afortunados con la estancia en el campo de reeducación, pues no hay que olvidar que el Brillante Camarada ordenó el asesinato de su hermanastro y mandó fusilar a un tío suyo que cometió la indelicadeza de quedarse sopas mientras él pronunciaba uno de sus amenos discursos.

Xi Jin Ping y Vladimir Putin son algo más discretos, pero también tienen muy mala entraña. Dan menos espectáculo que Trump y Kim Jong Un --aunque las fotos homo eróticas del bueno de Vladimir pegándose a pecho descubierto con un oso tienen su mérito--, pero a la hora de eliminar a quien se les pone de canto no tienen parangón. Que el mundo esté en manos de gente así es, por una parte, descorazonador, pero desde el punto de vista propio de un europeo egoísta, deberíamos darnos con un canto en los dientes por los energúmenos que nos han tocado. Tal como está el patio en este planeta putrefacto, Europa es un balneario, créanme. Por eso no para de llegar gente a cascoporro, aunque la mitad se ahogue por el camino. No sabemos lo que tenemos y a veces nos quejamos de vicio.