Daba gusto ver a Felipe González y José María Aznar en el debate que organizó El País para celebrar el cuarenta aniversario de la Constitución. Atrás quedaban las broncas y el odio sarraceno que se profesaron mutuamente durante años, y lo que quedaba eran dos profesionales de la política con aspiraciones a la inmortalidad que, con una actitud modelo pelillos a la mar, formaban frente común para defender su respectivo legado y, en el fondo, insinuar a sus sucesores que lo estaban haciendo todo de pena. Estábamos ante una de esas grandes parejas del mundo del espectáculo --pienso en Mick Jagger y Keith Richards o en Paul Simon y Art Garfunkel-- cuyos integrantes solo se dirigen la palabra en las giras porque no hay más remedio si no quieren que el show sea un desastre.

El show, en este caso, es la democracia española desde el punto de vista de la derecha y de la izquierda. Y el subtexto, que, para presidentes, nosotros, olvídense de don Tancredo Rajoy y de Pedrito Sánchez, el Niño de la Tesis. Por un día, González abandonó su circuito de conferencias internacionales y sus asesorías varias y Aznar salió de su baticueva en la FAES. Cada uno, a su estilo: González cada día tiene más pinta de patriarca gitano, hasta el punto de que solo le falta la garrota y exagerar su acento andaluz hasta conseguir hablar como el miembro de Los Chunguitos al que no se le entiende una mierda de lo que dice; Aznar, con su pelo teñido, su evocación de un bigote y sus sonrisitas siniestras, adopta el papel de Dean Martin con Jerry Lewis, aunque no tenga maldita la gracia y sus esfuerzos por mostrarse tolerante, distendido y deportivo solo funcionen para los que tenemos un sentido del humor un pelín retorcido.

González funciona bien en pareja, pero Aznar es más él cuando se enfrenta en solitario a una audiencia hostil: debería esforzarse más si se repiten los bolos con su antigua Némesis. Cuando opta por el taurino ¡dejadme solo!, el hombre brilla con luz propia, como pudimos observar en su comparecencia en el Congreso, donde contó con la colaboración de lo más tonto de la izquierda española, ejemplificada en Pablo Iglesias y, sobre todo, Gabriel Rufián.

Aznar es un hombre que cree que no tiene que dar explicaciones a nadie. Así pues, cuando se presta a un interrogatorio, lo hace con su habitual tono sobrado, displicente y despectivo. No contento con eso, miente sin que le dé la risa: nunca ha habido caja B en el PP, el JM ése de los papeles no soy yo, y así sucesivamente. Los españoles se plantan ante el televisor a ver si hay alguien que lo ponga en su sitio y lo desenmascare como el marrullero que es, pero no hay manera. Como dice el refrán, no puedes enviar a un niño a hacer el trabajo de un hombre; sobre todo, añado por mi cuenta, si el niño es medio tonto. Confiar el justo castigo a un sujeto como el pobre Rufi, que no anda sobrado de luces, aunque él se crea el príncipe de los ingenios, es desaprovechar una oportunidad de oro. De vuelta al refranero: estos bueyes tenemos, con estos bueyes aramos.

Pero no se puede enviar a una cucaracha a discutir con un caimán. La derecha --española y catalana-- fabrica unos titanes del cinismo y el desprecio insuperables: recordemos los patéticos intentos de David Fernández por infundir temor a un Rodrigo Rato que lo miraba como si no supiera si ese tío existía o si le había sentado mal el almuerzo; o a Jordi Pujol en el Parlamento catalán, donde en vez de pedir perdón por existir, les largó un chorreo colectivo a los allí presentes.

Superado el trámite de enviar al carajo a los señores congresistas, Aznar pudo acudir a su encuentro con González relajado, dando muestras de deportividad y compadreo, ensayando un show que puede tener mucho futuro. Los chicos del 78 son de traca y, lejos de pensar en la jubilación, piensan seguir el ejemplo de los Rolling Stones y diñarla en el escenario. Y a todos esos que la toman contra lo que llaman el régimen del 78, más les valdría encontrar algo mejor que un profe de universidad con pretensiones y un portero de discoteca con todavía más pretensiones si quieren enfrentarse a gigantes del espectáculo como Felipe y Josemari.