Si quiere conservar su puesto de trabajo y asegurarle el futuro a su primogénita, a Felipe VI no le va a quedar más remedio  --y más vale temprano que tarde-- que librarse de su señor padre, el emérito Juan Carlos I, cuya última misión en esta vida parece ser la de llevarse por delante la monarquía española y enviar a su hijo al exilio, un camino que, en todo caso, él debería ser el primero en emprender, siguiendo el ejemplo de su padre y de su abuelo, obligados  cada uno en su momento por las circunstancias (Franco y la república, respectivamente).

Aunque resulte inverosímil --aunque no del todo, teniendo en cuenta lo mucho que le gusta el dinerito--, da la impresión de que el emérito esté a sueldo de Pabloide, Jaume Roures y los separatistas para acelerar la llegada de la tercera república: el hombre no para de meter la pata desde la célebre cacería en África que le condujo a la abdicación y, a este paso, va a conseguir que a todos los españoles les parezca muy razonable dar por finiquitada la monarquía parlamentaria como sistema político de su país.

A mí no me lo parece porque nada que haga felices a Pabloide, al millonario trotskista y a los separatistas puede hacerme feliz a mí. Y porque no me siento la urgencia de cambiar de régimen, siempre que la monarquía se comporte, claro está, algo de lo que parece incapaz don Juan Carlos y que, dada su avanzada edad y achacoso estado físico, es poco probable que aprenda a hacer.

Es una lástima, ya que a muchos nos caía bien y le estábamos agradecidos por haberse pasado por el arco de triunfo las instrucciones del Caudillo y haber contribuido a aplastar el golpe de estado de febrero de 1981 (aunque me temo que se exageró un poco su aportación al triunfo de la democracia y que aún quedan cosas por aclarar al respecto). En cualquier caso, los españoles nos habíamos acostumbrado a la monarquía, no con el entusiasmo de los británicos --y hasta ese entusiasmo flaqueó cuando lo de Lady Di, la peligrosa ilusa que no dejó de incordiar ni muerta--, pero sí con la suficiente lucidez como para ver que, en nuestro caso, podía ser peor el remedio que la enfermedad o, más bien, el anacronismo.

Si algo distingue a Felipe VI de su padre es la consciencia de ser un personaje anacrónico que depende para su supervivencia de la amabilidad de los extraños, como la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo.

Juan Carlos I, por el contrario, es el último monarca español a la antigua usanza. Pese a sus veleidades democráticas (a medio camino entre Quiero lo mejor para mi pueblo y A la fuerza ahorcan), el hombre heredó viejas y malas costumbres que la actual sociedad española encaja muy mal, como las labores de comisionista, la excesiva generosidad (con dinero ajeno o recaudado de manera discutible) hacia esa figura clásica que siempre se ha conocido como la puta del rey (y que, encima, ha salido respondona) y el hacer de su capa un sayo (reales ambos, eso sí) sin preocuparse mucho del qué dirán.

Esa actitud se la podían permitir su padre en Estoril, mientras se ponía tibio de dry martinis en el casino para soportar las visitas de nuestros monárquicos más apolillados, o su abuelo, encantado de exiliarse a Italia por el bien de la patria siempre que pudiera seguirse dedicando a sus cosas, las mismas que Manolo Escobar resumió en su inolvidable y eufórico himno Viva el vino y las mujeres.

Da la impresión de que Felipe VI ha salido a su madre, una mujer a la que ya echaron de su país natal y que nunca ha estado dispuesta a que la desalojen también del de adopción. Felipe VI no ha salido campechano como papá, ni falta que le hace. Consciente de ser un anacronismo con patas, sabe que la única manera de asegurar el futuro de la monarquía española es mantener una actitud permanentemente intachable si no quiere que los partidarios del status quo, que de momento somos mayoría, nos sumemos a la turba podemita--separatista.

No le queda, pues, más remedio que deshacerse cuanto antes de su padre. Está muy bien renunciar a una herencia podrida y dejar sin semanada al gamberrete octogenario, pero no es suficiente. En su último y anodino discurso, Felipe VI dejó pasar la ocasión de poner a caldo a su progenitor y asegurarnos que se van a acabar las tonterías en la Casa Real. Tal vez no era el momento, dada la actualidad del coronavirus, pero más vale que se dé prisa si quiere controlar --perdón por el chiste fácil-- el virus de la corona.