Desde mi condición, algo pusilánime, de agnóstico religioso, siempre he sentido cierta envidia de los creyentes y de los ateos, que me parecen otra clase de creyentes, dado que aplican la misma vehemencia a la inexistencia de Dios que las personas religiosas que no dudan de su existencia. Ser agnóstico significa que no sabes ni entiendes nada de qué se espera de tu paso por este planeta, lo que te obliga a ir improvisando sobre la marcha, en ocasiones con unos resultados medio decentes o, más a menudo, desastrosos. No existe el consuelo para el agnóstico. Creyentes y ateos, por el contrario, han hecho de su respectiva fe –para la que el agnóstico está negado— el centro de su existencia y proceden en consecuencia: cada grupo va a su bola y defiende sus posiciones con una seguridad envidiable; los agnósticos, mientras tanto, solo saben que no saben nada, como el filósofo.

Pese a mi ignorancia supina sobre lo que se espera de mí en este mundo, a veces entro en una iglesia, aunque nunca cuando se está celebrando la santa misa. En parte, porque las iglesias son de los pocos lugares que quedan en las ciudades donde suele reinar el silencio. Y también porque, pese a militar en el agnosticismo, una iglesia prácticamente vacía no es un mal sitio para sentarte un rato en un banco y pensar en tus cosas. Invariablemente, siempre me viene a la cabeza aquella secuencia de la película de Andrzej Zulawski La posesión en la que la pobre Isabelle Adjani, involucrada en una extraña relación sexual con algo que no se sabe si es un monstruo, un extraterrestre o el mismísimo Satán, se hinca de rodillas ante el Cristo en la cruz de una iglesia de Berlín y se echa a llorar mientras contempla al crucificado, como si esperara una respuesta que todos (incluida ella y el señor Zulawski) sabemos que no va a llegar. A mí, creer en Dios me parece un chollo inalcanzable. Tiene que ser estupendo creer que, en tus peores momentos, puedes recurrir a un ser superior y ponerte en sus manos para lo que guste mandar. Y tampoco debe estar nada mal dedicar toda tu vida a negar la existencia de ese ser superior. Lo que no tiene demasiada gracia es que no sepas dónde te da el aire en cuestiones relacionadas con el misticismo. En cualquier cosa, mis breves estancias en las iglesias suelen sentarme bien, aunque solo sea porque no hay nadie con ganas de darme la tabarra.

Este largo exordio viene a cuento de los resultados de un informe elaborado por la Fundación Ferrer i Guardia según el cual, en el año 2022, un 40% de los españoles se declaraba ateo, agnóstico o indiferente a la religión (entre los ciudadanos de 18 a 38 años el número de descreídos se elevaba hasta el 57%). En cuanto a los creyentes, solo el 31% decía ser también practicante. Todo parece indicar que la presencia de Dios entre nosotros se va difuminando, y no es de extrañar, dado que dicha presencia no se detecta en ninguna parte, a no ser que uno se empecine en intuirla en todos lados. ¿Estamos ante una buena o una mala noticia? Me inclino por la primera opción. No hay más que ver lo que ocurre en esos países islámicos en los que impera la teocracia, como Irán o Afganistán, controlados por fanáticos de Alá aparentemente empeñados en volver a la Edad Media, llevándose por delante a quien haga falta (especialmente, a las mujeres). En ese sentido, el paulatino descreimiento español y europeo (Estados Unidos nunca ha dejado de ser una teocracia light, aunque jamás ha habido un presidente que se declarara ateo o agnóstico: hasta Barack Obama tuvo que improvisar unas visitas a la iglesia de turno, aunque resultaba evidente que llevaba décadas sin poner los pies en una) puede interpretarse como una muestra de progreso y de lucidez (algo que nunca ha hecho feliz a nadie, por cierto), de reconocimiento de que solo nos tenemos a nosotros mismos para mejorar las cosas o, por lo menos, intentar que no empeoren demasiado. De hecho, hemos vuelto un poco a la época de las cruzadas, pero los cristianos (aunque nominales) lo tenemos peor que los islamistas, ya que solo ellos están dispuestos a morir por alguien que la mayoría de nosotros intuimos que nunca ha existido. El terrorismo cristiano, por llamarlo de alguna manera, casi nunca incluye el suicidio. El terrorismo islámico lo comprende y lo fomenta, topándose con un numeroso grupo de individuos dispuestos a irse al otro barrio (entre otros motivos, porque se le ha prometido sexo a cascoporro en el más allá: no sé si se admiten quejas de los que explotan con su propia bomba y llegan al paraíso tras perder el miembro viril en el atentado de turno).

Creo que el descreimiento de los europeos en general y los españoles en particular es una buena noticia para nuestras sociedades: que entre nosotros no haya nadie dispuesto a morir por Dios (algo imposible cuando solo el 31% de los creyentes se toma la molestia de ir a misa los domingos) significa que cada vez somos más los que albergamos más allá de una duda razonable sobre la existencia de nuestro supuesto Creador, lo cual nos incapacita para volver a la época de las cruzadas, por mucho que se empeñen nuestros primos de la media luna. Eso sí, no por eso vamos a ser más felices que los que están dispuestos a inmolarse por Alá: cualquier kamikaze talibán es más dichoso, en su delirio, que el agnóstico medio español.

Dejar de creer en Dios (si es que alguna vez se creyó en él) es una versión a lo bestia del día en que descubres que los Reyes Magos eran tus padres y has sido víctima de una engañifa criminal durante tus primeros años de vida. Como sociedad, yo creo que nos conviene alejarnos de Dios y, sobre todo, de la Iglesia católica (y de las demás, ya puestos), algo mucho más difícil si tenemos en cuenta que para estar compuesta por gente cuyo reino, en teoría, no es de este mundo, se comporta como si se les debiera algo en su presunta condición de traductores del idioma divino a las lenguas vernáculas. Esos intermediarios nos cuestan un dineral y ni siquiera nos dan las gracias. Por el contrario, gustan de meter la nariz donde no les llaman y a veces hasta dan la impresión de echar de menos aquellos buenos viejos tiempos en que nos podían enviar a la hoguera. Personalmente, puedo vivir perfectamente sin los curas, pero la ausencia de Dios me afecta tanto como la de los Reyes Magos en su momento. Me temo que no doy la talla ni como agnóstico: no creo, pero me gustaría creer, que es disponer de una poderosa arma de consuelo. Un consuelo como el que buscaban inútilmente la desdichada Isabelle Adjani en la película de Andrzej Zulawski o el difunto Germán Copini en aquella estupenda canción que decía No da para más, no da para más, que aparezca un alien divino y nos haga soñar…