Miente el presidente de la Generalitat cuando dice que los catalanes volverán a votar en un referéndum de autodeterminación (aunque él no sepa exactamente cuándo). Miente la ANC cuando declara que a la última manifestación de la Diada acudieron 700.000 personas. Miente el fugado Puigdemont cuando asegura que el prusés no ha terminado, sino que, por el contrario, se encuentra en su fase inicial. Y, lamentablemente, miente el Gobierno español cuando dice que Cataluña ha pasado página y se ha olvidado del espinoso asunto de la independencia (puede que el prusés, como tal, sea un cadáver, pero la tabarra procesista seguirá manteniendo al muerto más o menos vivo hasta el día del juicio final). Todos mienten. Y lo hacen porque cuentan con una parroquia dispuesta a tragarse sus trolas.

Desde el bando constitucional, es evidente que no vamos a pasar página del temita mientras sigamos recurriendo a la bondad, la tolerancia, las mesas de supuesto diálogo y la teoría de que todas las ideas son respetables. Ningún estado que se tome mínimamente en serio se olvidaría de incluir en su constitución la ilegalización de los partidos y asociaciones separatistas, que es lo que ha hecho, entre otros países, Alemania. En España le aplicamos al independentista, al que quiere romper el país, el mismo trato que al pedófilo, que mientras sueñe con cepillarse niños, pero se abstenga de hacerlo, lo consideramos una persona respetable. Nuestros separatistas tienen derecho a serlo, pero en cuanto se les ocurre hacer algo al respecto, les caen encima la ley, los porrazos, los juicios y la cárcel. ¿No acabaríamos antes ilegalizándolos en su conjunto? Países menos tontos que el nuestro lo han hecho y no parece que les vaya tan mal.

En cuanto a los ilusos del lazismo, todo ese personal al que algunos definen como la buena gente, los políticos les han permitido canalizar hasta ahora su desmedido amor a Cataluña (o su odio a España, no lo sé muy bien), engañándolos como a chinos con su pleno consentimiento, pues el que miente necesita a alguien que se trague sus mentiras, como así ha sido: la buena gente se queja ahora de los políticos cuando ha sido ella la que ha exigido que le mientan. Y lo sigue exigiendo, pero cambiando a los políticos traidores y botiflers por los iluminados de la ANC y Òmnium. Menos entrar en razón y reconocer que la independencia de Cataluña no llegará nunca –principalmente porque más de la mitad de la población no está por la labor—, cualquier cosa, como confiar en que Dolors Feliu creará una lista ciudadana para concurrir a las elecciones que barrerá a todos esos políticos miserables y apoltronados que han traicionado la confianza de la buena gente.

Todo apunta, pues, a una pugna que no termina nunca, a una prolongación de la tabarra protagonizada por nuevos flautistas de Hamelin que poco pueden hacer aparte de berrear y exigir, pero sin exagerar, no vayan a acabar juzgados y encarcelados como Carme Forcadell y Jordi Cuixart, sus antecesores en el cargo. No, no había 700.000 personas en la manifestación del otro día, pero sí las suficientes para cronificar la tabarra, la pesadez y la chiquillada que ha sido el prusés. Esto va para largo. Según como te levantes, te lo puedes tomar a risa o te puedes hundir en la desesperación. Ajenos a problemas reales como el cambio climático o el incremento de la pobreza, los catalanes seguimos encerrados con un solo juguete y dando la chapa sentimental. La única novedad es que hay una nueva hornada de mentirosos que viene a sustituir a los de costumbre, así como una masa que necesita seguir siendo engañada, hasta ayer por los políticos, a partir de ahora por los activistas. Prosigue el viaje a Ítaca, cada vez más largo, complicado y confuso. Prosigue mientras la mitad de la población catalana se debate entre la indignación y el aburrimiento. Y así seguiremos por los siglos de los siglos mientras el Gobierno español dice que Cataluña ha pasado página, silba, mira hacia otro lado y solo piensa en ganar las próximas elecciones y conservar sus sillones.

La más elemental prudencia aconseja tomárselo todo a chufla, y uno lo consigue frecuentemente, pero no siempre: es complicado convivir con una elite que miente por sistema y una masa que desea ser engañada y que, pese a su profunda mala baba, es definida como la buena gente cuando no es la bondad lo que la distingue, sino el odio al vecino, el supremacismo y el amor a unas quimeras que no les exijan el menor sacrificio personal. ¿La buena gente? ¡Dios me libre de ella!