A diferencia de tantos de mis conciudadanos, constitucionalistas o soberanistas, no estoy enganchado a la retransmisión del proceso al prusés, aunque me declaro fan del juez Marchena y me asombra su paciencia con los fenómenos que cita la defensa, pues no debe ser fácil pechar con sujetos tan irritantes como Albert Donaire o Joan Bonanit, que son de bofetada con la mano abierta. Me conformo con los resúmenes de los telediarios de TV3, que están al mismo nivel que los de la tele franquista de mi adolescencia, pues en ambos casos llegas a la conclusión de que lo que cuentan está manipulado o, directamente, es mentira, y enseguida te haces una idea de cómo han debido ir las cosas en la realidad: justo al revés de cómo te las explica ahora Toni Cruanyes y antes David Cubedo (cuando los manifestantes, en España, volaban, y por eso les alcanzaban los disparos al aire de la policía armada).

Por regla general, los testigos de la defensa suelen decir que votar es lo más bonito del mundo y que el 1 de octubre fue una fiesta de la democracia: esta gente va a un funeral y vuelve diciendo que reinaba un ambiente festivo. Pero a veces se cuela algún testigo que más le valdría a la defensa haberse ahorrado. Como el señor Hernández, jefe de la BRIMO el día de autos que, convenientemente represaliado, ha sido trasladado al departamento de información, donde se aburre como una seta porque lo suyo, según me comenta una mossa, también represaliada, claro, es la acción directa. Porra en ristre, fue grabado por algún patriota que le buscó la ruina en el cuerpo, donde, como en todo lo que depende de la Gene, rige la ley del embudo: Donaire puede insultar sin tasa tranquilamente, pero a Hernández, que ya arrastraba cierta mala fama de españolista, se lo envía a galeras. Era fácil intuir --a no ser que fueses Van den Eynde, esa lumbrera-- que igual Hernández decía cosas no muy favorables para los golpistas. Y así fue, pues le hizo un traje a medida a Jordi Sànchez que lo dejó bien arreglado: chulo, prepotente, mandón, desagradable y muy consciente de su poder como presidente de la ANC, esa sucursal de la Gene disfrazada de sociedad civil que lleva desde 2012 haciendo lo que le ordena el régimen. La descripción de Hernández no coincidía con la que Sànchez se empeña en ofrecer de sí mismo: un hombre humilde y perseverante, abierto al diálogo con todo el mundo, prácticamente un franciscano. Un personaje muy bien trabajado que algunos no nos hemos creído nunca. Como no nos creemos la apariencia bondadosa del beato Junqueras, ni su supuesta disposición a la conversación entre diferentes porque, en el fondo, siente un amor entrañable por España y los españoles, perfectamente compatible con la secesión, por supuesto.

Ya vimos actuar a Junqueras cuando el motín. Si no llega a ser por él --y la inefable Marta Rovira, gimoteando en segundo plano--, el pusilánime de Puchi hubiese convocado elecciones: el beato domina el arte de tirar la piedra y esconder la mano. Y Sànchez se apunta a su estilo porque sale a cuenta: se lo pasó pipa arengando a la turba ante el departamento de Economía y enviando a cagar al amigo Hernández, pero luego te vende que solo quería pacificar la situación y que se llevaba de miedo con todo el mundo, incluidos los picoletos, porque aquí todos son unas bellísimas personas y desconocen el significado de conceptos como intolerancia, imposición o caudillismo.

La declaración del señor Hernández solo sirvió para confirmar lo que muchos nos olíamos: que se juzga a fanáticos disfrazados de cura rural. Y para que la defensa de los golpistas se pegara un tiro en el pie invitando a semejante réprobo a dar su versión de los hechos, un efecto secundario sobre el que uno no tiene nada que objetar.