Empezó Quim Torra con su homenaje a Heribert Barrera --que en paz descanse, al igual que nosotros-- al que no acudió nadie de su partido, ERC, donde más bien se avergüenzan un poquito de él por sus tendencias xenófobas y un pelín racistas, pecadillos que no son tales para el hombre de la ratafía: una vez te has declarado fan de los hermanos Badia, aquellos dos indeseables de los años 30 cuya eliminación a cargo de los anarquistas fue de lo poco razonable que estos hicieron en tiempos tan convulsos, ya puedes reivindicar a Barrera y hasta a Jack el Destripador, si es que Bilbeny y Cucurull te han asegurado que tenía una tía de Manlleu. Con ese acto, además, se consagraba el cambio de papeles efectuado entre republicanos y convergentes, que son ahora lo más descerebrado del prusés --como acaban de demostrar cargándose la famosa mesa de diálogo con el gobierno español--, mientras que el antiguo y radical partido de don Heribert practica el pacto, el peix al cove y todas esas cosas que, durante años, fueron las señas de identidad de la derecha catalanista.

Una vez homenajeado el viejo racista, ¿por qué no hacer lo propio con el fundador de la empresa convergente, Jordi Pujol? Esta vez, los encargados de entretener al abuelo, que se aburre como una ostra en el anonimato obligado en el que vive desde que se inventó lo de la deixa de papá y lo pillaron en un renuncio, fueron Artur Mas, su delfín, y esa vieja colérica y más racista que Barrera que es Nuria de Gispert, la señora de buena familia que tuvo que aprender catalán a marchas forzadas (y se le nota) para sobreactuar de patriota y, sobre todo, poder insultar a Inés Arrimadas, a la que animaba constantemente a volver a Cádiz y dejar en paz a los catalanes de verdad. El homenaje a Pujol consistió en una cena, pero como indica el restaurante elegido, Semproniana, el papeo era lo de menos. De lo que se trataba era de darle una alegría al viejo, demostrarle que aún se le tiene en cuenta (por lo menos, desde el sector viejuno de la post convergencia) y permitir que se diera un pequeño baño de multitudes a sus 91 años, antes de enfrentarse al previsible bochorno de la macro causa abierta contra él y su familia por la implacable judicatura española.

Que a los 91 años aún agradezcas las iniciativas sociales de una pandilla de pelotilleros no dice nada bueno de ti. Mientras un padre de familia normal estaría preocupado por el destino de su prole, Pujol se pirra por los homenajes y sufre porque, entre la trola de la deixa, los misales de la madre superiora y las trapisondas de los chavales ha perdido cuota de pantalla. No hay como tener una autoestima a prueba de bomba. Si yo llego a los 90, creo que me la pelará todo mucho más que ahora, que ya es decir, pero nuestro padre de la patria parece que quiere seguir pintando algo en ella. Se ha bajado del burro de la independencia, abomina de la unilateralidad y puede que haya llegado a la misma conclusión que muchos de nosotros: que, si no llega a venirse arriba y meter la pata apoyando los delirios del Astut, su inepto delfín, el estado, que también tiene sus propios cadáveres en el armario, no la habría tomado con él y con su augusta familia de forma tan sañuda.

Pero a lo hecho, pecho. No hay manera de enmendar los errores del pasado, que para sus hooligans tampoco son tan graves, como demuestra la actitud tiralevitas del Astut y la Bruja Piruja. A fin de cuentas, los nacionalistas son extremadamente tolerantes y comprensivos con los propios, mientras no dejan pasar ni una a los ajenos. Reivindicar a Pujol y a Barrera es lo mismo que hacía el PNV con su fundador, Sabino Arana, un racista y un energúmeno de manual cuyas obras completas no se ha atrevido a editar ni su propio partido, donde, al igual que entre republicanos y convergentes, cualquier atrocidad que se destaque del padre fundador es presentada siempre como algo sacado de contexto y difundido por simples ganas de jorobar. Es lo que decía Torra cuando se le recordaban ciertas afirmaciones de Barrera. O lo que deben decir Mas y Gispert para disculpar al sujeto al que le deben su vida política. En el nacionalismo vasco, Arana se ha convertido en una especie de fantasma del que nadie habla, pero en el catalán se siguen agarrando a unos referentes de los que más les valdría olvidarse. Es de bien nacidos ser agradecidos, de acuerdo, pero todo tiene un límite, ¿no?