Cuando no sabes (ni te importa) cuál es tu lugar en el mundo, no es de extrañar que te dé por inventarte una especie de NASA local de estar por casa que te permite lanzar al espacio satélites de medio pelo que no se sabe muy bien para qué sirven, que es a lo que se dedica el consejero Puigneró para entretenerse y darse aires.

Además de su fijación espacial, Puigneró también destaca por ir permanentemente mal afeitado --aunque sin el glamur y el savoir faire del difunto Serge Gainsbourg-- y por tener cierta pinta de ayatolá o de yihadista con corbata, así como por su costumbre, compartida con el resto del gobiernillo, de echarle la culpa a España de todo lo malo que nos pasa a los catalanes, que algunos achacamos precisamente a personajes como él y sus compadres: todo depende del punto de vista.

De hecho, los nanosatélites del visionario Puigneró son la continuación lógica (desde el caletre lazi, obviamente) de esas (supuestas) embajadas catalanas que el gobiernillo va diseminando por el mundo y que tampoco se sabe muy bien para qué sirven, como no sea para hacer el fachenda y colocar con un buen sueldo a los fieles al régimen. Tras la expansión por el planeta Tierra llega, como no podía ser de otra manera, la conquista del espacio, y ahí es donde entra el amigo Puigneró con sus satélites, que, en teoría, sirven para controlar el cambio climático o algo parecido.

Nuestro héroe prepara otro al que ha bautizado como Menut, no sé si como homenaje al actual presidente de la Generalitat, conocido por los simpáticos alias de El niño barbudo y El petitó de Pineda, o por otorgarle un nombre simpático y desenfadado que, inevitablemente, permite a los escépticos dudar de su relevancia.

Puestos a mear fuera de tiesto, lo suyo sería bautizar los satélites catalanes con nombres de figuras ilustres de nuestra historia: Ausiàs March, Cristòfol Colom (no es seguro que el navegante fuera catalán, pero da lo mismo: en caso de duda, consultar a Bilbeny y Cucurull, historiadores alternativos), Lluís Maria Xirinacs o Lluís Llach, por citar unos pocos ejemplos (se desaconseja seriamente el nanosatélite Jordi Pujol, por motivos obvios).

Pero resulta que Puigneró, en vez de reunir a un grupo de sabios patrióticos, ha dejado el bautizo de nuestros ingenios espaciales en manos de los niños; concretamente, de una pandilla de críos de entre cuatro y seis años que van al cole en Figuerola del Camp (provincia de que me aspen sí sé dónde).

Dejados los tiernos infantes a su libre albedrío, destacaron a la hora del bautizo los nombres de Borinot, Carquinyoli, Galet o Tafaner, que, si bien constituyen una muestra impecable del gracejo infantil catalán, no sé yo si resultan muy serios a la hora de nombrar los aparatos galácticos del señor Puigneró. Noto cierta disonancia entre Apolo XII y Carquinyoli, francamente. Y dudo mucho de que se trate de autocrítica o self deprecation en alguien que, como el consejero espacial, se toma tan en serio a sí mismo y a su paisito.

No sé si se ha dado cuenta, pero el nanosatélite Menut se presta a todo tipo de chistes de dudoso gusto, como el que yo me he permitido sobre nuestro querido president. Es un poco como si la consejera Alsina se refiriera a las delegaciones de la catalanidad en el extranjero como Las embajadas de la señorita Pepis. Y es que, vamos a ver, una cosa es hacer el ridículo de manera voluntaria, como nos tiene acostumbrados la Generalitat desde hace años, y otra, de forma involuntaria, casi por error o por hacer una gracia. Y menos mal que se impuso Menut, pues si llega a hacerlo Carquinyoli, nos hubiésemos convertido en la rechifla de la galaxia y la chacota de Alfa Centauri. Con esos nombres solo se puede ir dignamente a aquel planeta Raticulín del que nos hablaba siempre el vidente Carlos Jesús y en el que se ganaba la vida su hermano como mecánico de ovnis.

En pleno proceso de demolición del prusés y del lazismo, Menut y Carquinyoli son nombres que se le podrían haber ocurrido al juez Llarena, al comisario Villarejo o a cualquier otro enemigo de Cataluña para reírse de los indepes. Yo creo que aún estamos a tiempo de enviar a la cama sin cenar a los niños de Figuerola del Camp y bautizar el nanosatélite de marras como Roger de Llúria, Roger de Flor o, si me apuran, Roger Español, que no pilla cacho ni a tiros, pese a haberse dejado un ojo por la independencia de la patria. Puestos a hacer el ridículo, que sea a lo grande, ¿no creen?