Sostiene el gran Jaume Sisa que si algo se nos da bien a los catalanes es hacer teatro. No puedo estar más de acuerdo: el sector lazi de nuestra deshilachada sociedad se las pinta solo para dar espectáculo, como se ha podido comprobar a lo largo de los últimos años durante la celebración de la Diada, convertida en un colorista show a medio camino entre los musicales de Busby Berkeley, las revistas de Colsada y las paradas militares norcoreanas del brillante camarada Kim Jong-un.

Para no romper con esa tradición en la que brillamos con luz propia, Pere Aragonès pronunció hace unos días un discurso tan solemne como vacío en la sala oval del MNAC. El evento, sin sonido, daba el pego, pero a la que oías lo que decía (o, mejor dicho, leía) el niño barbudo, se te caía el alma a los pies, pues hablaba y hablaba sin decir nada, empalmando frases hechas, conceptos manidos y falsedades cien veces repetidas con un tono que las personas normales reservan a las ocasiones en las que tienen algo realmente importante que comunicar.

Pese a que insistió en la necesaria unidad del independentismo, ésta ni está ni se la espera: la CUP le dio plantón en el MNAC, al día siguiente Jordi Sànchez le enmendó la plana y Puigdemont, desde su retiro dorado en Waterloo, también echó su cuarto a espadas para denigrar un poco al Petitó de Pineda, quien también fue chinchado convenientemente por el atorrante Torra, que insiste patéticamente en seguir siendo relevante (si es que alguna vez lo fue). Elegir el día de San Valentín para reivindicar el amor entre las distintas facciones del independentismo, que están en proceso de divorcio, no sé si considerarlo una muestra de humor negro o de simple estupidez.

Evidentemente, Aragonès no tuvo ni una palabra para la mitad larga de la población catalana que no quiere saber nada de la independencia: cuando habla de unidad, aunque nadie la vea por ninguna parte, se dirige exclusivamente a los que piensan como él; y a los demás, que nos zurzan: es el viejo timo de un sol poble, que consiste en que todos les demos la razón a los lazis y que, a cambio, éstos nos otorgarán un delicado trato de ciudadanos de segunda dedicados a pagarles la fiesta y a callar.

En mi opinión, lo único mínimamente destacable de la chapa que nos dio el presi es su fe en la llamada mesa de diálogo, con la que demostró, una vez más, que es la única persona en toda España que cree en la utilidad de dicha mesa, que Sánchez no para de posponer porque se ve venir el tedio brutal que se va a apoderar de él en cuanto se siente a conversar con Aragonès y sus secuaces y aspira a retrasarlo todo lo posible gracias al coronavirus, la recuperación económica, los fondos Next Generation y cualquier otro tema que se le pueda ir ocurriendo mientras tanto para guardar las distancias con los niños malcriados, con o sin barba, del nordeste peninsular.

Tengo un buen amigo que trabaja en un diario de los de papel y al que el otro día le tocó escribir un editorial sobre el discurso presidencial. Aunque leerse los catorce folios del monólogo de Aragonès le hacía tanta ilusión como una visita al proctólogo, mi amigo, que es pundonoroso de natural, se los tragó de cabo a rabo, convenientemente munido de un rotulador amarillo con el que subrayar las frases más relevantes del exordio. Acabó la lectura sin estrenar el rotulador porque, según me comentó, no había encontrado nada que tuviera el más mínimo interés periodístico.

También Cantinflas hablaba sin decir nada, pero hay que reconocer que tenía algo más de gracia que Aragonès. De hecho, hasta aquellos incomprensibles ejercicios de jerigonza a los que tan dado era el difunto Antonio Ozores --y que siempre acababan con la frase “¡No, hija, no!”-- tenían más enjundia que el rollo que nos largó la otra tarde el señor Aragonès, quien sigue empeñado en interpretar un papel, el de líder máximo o caudillo providencial, para el que está negado.

Despreciado por la oposición, denigrado por sus socios de gobierno, con escaso margen de maniobra insumisa y reivindicativa y condenado a hablar por hablar (a ser posible, en un marco incomparable, para que se vea lo bien que se nos da a los catalanes hacer teatro), Pere Aragonès empieza a generar una mezcla de grima y lástima que no parece la fórmula más adecuada para enfocar un futuro político de campanillas. Eso sí, los editorialistas de los diarios de papel le están muy reconocidos por lo que ahorran en rotuladores.