Cambio de estrategia entre los principales responsables del pronunciamiento civil del 1 de octubre. Ya nadie suplica al juez que lo libere, que se está perdiendo la infancia de sus hijos. Forcadell ya no se abraza a la primera funcionaria que encuentra para gimotearle que es una dulce abuelita que necesita ver a sus nietas. Solo Forn insiste en su actitud suplicante y en que no ve la hora de volver a casa (le dijo a su esposa que el Estado se contentaría con ponerlo a la sombra un par de días y luego lo soltaría, acertando menos que Aramis Fuster, Rappel y la Pitonisa Lola). Los demás, intuyo que animados porque su líder anda suelto (de momento) por Alemania, se han puesto farrucos durante su último encuentro con el juez Llarena: ya que la sumisión y lo de aducir que todo fue un bromazo simbólico no han colado, se apuntan con retraso a lo de mantener la dignidad y le cantan la gallina al juez. Premio al comentario más desagradable para Rull, quien no quiere ver crecer a sus hijos en un país como España. Y Turull tampoco ha estado mal con lo de que Llarena lo ha convertido en un preso político. Pero ha sido el beato Junqueras quién más ha dado en el clavo al decir que la Constitución española no prohíbe el independentismo mientras no se ponga en práctica.

Tiene razón. Debió preverse en su momento que lo normal de las ideas es ser puestas en práctica y, siguiendo el ejemplo de casi todas las constituciones europeas, prohibir los partidos independentistas. No sé cómo los padres de la patria se dejaron fuera ese artículo; sobre todo, si tenemos en cuenta que, como es del dominio público, redactaron la Carta Magna mientras les apuntaba a la cabeza un pelotón de fusilamiento del ejército español.

Debió preverse en su momento que lo normal de las ideas es ser puestas en práctica y, siguiendo el ejemplo de casi todas las constituciones europeas, prohibir los partidos independentistas

Permitir el independentismo, pero prohibir los intentos de alcanzar la independencia es como considerar que no hay nada malo en querer matar a alguien mientras no llegues a hacerlo nunca. O como decirle a un pedófilo que sueñe cuanto quiera con menores desnudos a los que someter a sevicias mentales y luego crujirlo cuando se le pilla malmetiendo a un menor. En el tema de la independencia, optamos por decirle al secesionista que podía serlo mientras no pasara de las palabras a los hechos. Supongo que en aquellos tiempos los nacionalistas ladraban, pero no mordían, y nos podíamos hacer los tolerantes con ellos. Pero las cosas han cambiado y se impone un nuevo tratamiento del tema.

Tal vez sí que haya llegado la hora de revisar la Constitución, aunque no de la manera que les gustaría a algunos. Ningún Estado tiene por qué contemplar la posibilidad de su destrucción, y en Europa, España es la única nación cuya Constitución abre una puerta a la secesión. Una puerta que convendría cerrar cuanto antes, ilegalizando a todos esos partidos que, comprensiblemente, aspiran a pasar de la idea a su realización. Y al que no le parezca bien puede elegir, según su talante, por aguantarse y refunfuñar, montar una banda terrorista (con cuartel general en la segunda residencia del Ampurdán o la Cerdaña) o seguir el ejemplo de mosén Xirinacs. Tres posibilidades con un único fin: quitarnos de encima una tabarra que amenaza con eternizarse y convertirse en un problema para la Europa de los Estados, que bastante tiene ya con el animal de Viktor Orbán y los mamarrachos de la Liga Norte.